Este artículo fue publicado en el diario La Nación on line el 26 de abril de 2009.
La Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) es un organismo de Naciones Unidas, fundado con el deseo de “promover en todo el mundo la protección de la propiedad intelectual a fin de estimular la actividad creadora”. Ejerce esta función administrando una veintena de tratados internacionales que comprometen a los países miembros a otorgar, por ley, monopolios limitados sobre bienes intangibles como las marcas, las invenciones, las obras artísticas y otros. El 26 de abril de cada año, OMPI invita a sus miembros a celebrar el Día de la Propiedad Intelectual, alentando a reflexionar sobre los beneficios de respetar estos monopolios sin los cuales, nos advierten, no serían posibles la obras artísticas ni el progreso tecnológico.
Varias organizaciones en todo el mundo acompañan a OMPI en este mensaje. Cada vez que nos tiene acorralados en un cine, la industria cinematográfica de los Estados Unidos pretende convencernos de que bajar películas de Internet es de alguna manera parecido a robar una cartera. Por su parte, las discográficas acuden a métodos más contundentes, organizando redadas virtuales para identificar y demandar a personas que comparten música por Internet. En Europa, el lobby de las gestoras colectivas de derecho de autor logró que se prohíba el préstamo gratuito de libros en bibliotecas. En Argentina, las vernáculas SADAIC, CAPIF y ARGENTORES buscan maneras de emular a sus hermanas del primer mundo.
¿Por qué un Día de la Propiedad Intelectual?
OMPI demoró más de treinta años en sentir la necesidad de un Día de la Propiedad Intelectual. Durante todo ese tiempo, el público en general pudo ser felizmente ignorante de sus tratados: era muy raro que un individuo se tropezara con alguno de sus monopolios, porque éstos actuaban esencialmente como mecanismos de regulación industrial. Los juicios por violación de copyright tenían lugar entre editoriales o discográficas, que eran las que podían acceder a la costosa infraestructura necesaria para copiar y distribuir obras, y los procesos por violación de patentes se daban sólo entre complejos industriales.
Para el 2000, sin embargo, un número creciente de personas ignoraba deliberadamente el monopolio de copia o copyright. Personas honestas que, como bien diagnostica Hollywood, jamás robarían una cartera, compartían música y películas sin el menor remordimiento. La razón de este cambio es evidente: pasamos de un contexto en el que la producción y distribución de obras sólo era posible dentro de un marco industrial, a uno en el que la humanidad está empeñada en construir la máquina de copiar más portentosa de la historia, una copiadora universal de escala planetaria que ya está al alcance de millones de personas: Internet.
En realidad, el fenómeno de la distribución de copias a través de Internet apenas es el síntoma más visible de que el edificio construido por OMPI está colapsando bajo su propio peso. No sólo se trata de gente haciendo cosas que antes no hacía: OMPI está empeñada en ampliar la cantidad y los alcances de los monopolios, de modo que muchas cosas que siempre hicimos se volvieron ilegales de la noche a la mañana. En algunos países, disciplinas tradicionalmente libres de patentes, tales como la genética, los modelos de negocios, los algoritmos de computadoras y la agricultura están hoy loteadas en parcelas monopólicas defendidas agresivamente por sus “propietarios”. Actividades como sembrar ciertas semillas, usar ciertos algoritmos, prestar libros o compartir una canción, aparecen hoy bajo el rótulo de “delitos”.
Aceptar la invitación de OMPI a reflexionar sobre el impacto de la “propiedad intelectual” en nuestra vida cotidiana requiere que contemos muchas historias. Historias muy diferentes que dan cuenta de una etapa en la que se disputa algo muy importante: el futuro del conocimiento en el siglo XXI.
La Naturaleza como infractora de patentes
Comencemos por la la historia de Percy Schmeiser, un campesino canadiense especializado en el cultivo de canola, una oleaginosa originaria de su país. Durante 40 años, Percy ha guardado parte de la cosecha de un año para sembrarla al año siguiente, tal como vienen haciéndolo incontables campesinos desde la prehistoria, tal como lo hacen hoy 1.400 millones de ellos en todo el planeta. Un día, algunos ejecutivos de Monsanto (no sabemos sus nombres) detectaron que en el campo de Percy crecían plantas que tenían el gen “roundup-ready”, del que Monsanto ostenta la patente y, por lo tanto, el monopolio mundial de producción. Percy no había comprado semillas a Monsanto: la naturaleza, ignorante como es del derecho de patentes, se había encargado de que las plantas de Percy se contaminara con los genes patentados de las que crecían en un campo cercano, propiedad de Monsanto.
No hay nada más aberrante para un monopolio que la competencia, de modo que la próxima acción de los ejecutivos de Monsanto debe haberles parecido perfectamente lógica: exigir a Percy que destruya su cosecha, y los indemnice por violación de patente. No sería inusual la historia hasta aquí: al fin y al cabo, el mundo está lleno de demandas judiciales absurdas. Lo increíble del caso es que Percy fue declarado culpable, y sólo pudo evitar una multa de 400.000 dólares luego de llevar el caso hasta la Corte Suprema, que lo eximió de ella, pero no alteró el veredicto.
El precio de la vida
Otra historia interesante con actores anónimos es la de los funcionarios de salud de la India (un país en el que el 86% de la población vive con menos de 2 dólares al día) que decidieron autorizar la producción de Glivec para tratar a más de 20.000 indios enfermos de cáncer, a un costo aproximado de 150 euros por mes por paciente. Nuevamente esta historia se cruza con la de una empresa, esta vez de la suiza Novartis, que ostenta una patente sobre el medicamento y lo vende a unos 2.000 euros mensuales: sus ejecutivos decidieron enfrentar legalmente al gobierno de la India para impedir la comercialización del genérico.
Como es común en el teatro del absurdo, ésta es una historia de actos repetidos, ya que lo mismo pasó cuando los gobiernos de Tailandia y Brasil decidieron licenciar compulsivamente las patentes de la empresa Merck sobre el retroviral Efavirenz para enfrentar la emergencia nacional del VIH. Estas licencias compulsivas están previstas en los tratados de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y en la Declaración de Doha sobre Propiedad Intelectual y Salud Pública, lo que no disuadió a Merck de denunciar la “expropiación de sus derechos de propiedad intelectual”.
La biblioteca: redil de piratas
Desde el Imperio Romano, el rol de las bibliotecas públicas ha sido el de coleccionar y catalogar libros para ponerlos a disposición del público en general. Sin embargo, las editoriales europeas han decidido extender el derecho de autor por su propia mano, agregando al familiar “prohibida su reproducción total o parcial” una nueva cláusula: “prohibido el préstamo público”. La lógica esgrimida es que, si bien la biblioteca pagó por el libro, la editorial pierde una venta por cada vez que el libro es prestado, y las editoriales no están satisfechas con cobrar por cada libro: quieren cobrar por cada lector. Esta es una historia protagonizada también por contadores de historias, como Almudenas Grandes, José Saramago y muchos otros, quienes han salido a abrazar bibliotecas públicas para defender su rol social y su contribución a la difusión de la cultura.
Esta historia nos remite a la más reciente visita que la policía realizó al domicilio del Profesor de Filosofía de la Universidad de Lanús, Horacio Potel. “Usted sabrá en qué anda, profesor” le dijo el oficial, tras corroborar el domicilio del docente acusado penalmente por violación de derechos de autor por la Cámara Argentina del Libro. El objeto de la discordia es un trabajo que Potel viene realizando sin fines de lucro desde hace casi diez años: publicar en la red una colección de obras, traducciones, entrevistas y fotografías de Nietzsche, Heidegger y Derrida, colaborando así de manera importante a la difusión de estos filósofos en el mundo hispanoparlante. Muchos de los materiales que Potel reproduce y pone al alcance de cientos de miles de personas son prácticamente imposibles de conseguir en América latina, un mercado que la editora francesa que detenta los derechos no considera comercialmente atractivo.
El techo de cristal de la fama
No podemos olvidarnos de la historia de músicos como León Gieco, quien vive decentemente de las regalías de sus grabaciones fonográficas y sólo le pide a Dios que la gente no copie sus canciones sin pagarlas. León es uno de los músicos famosos que dicen, junto con CAPIF, que con cada canción que se copia desaparece un músico e impulsa medidas tales como el “Canon Digital” en Argentina. Del otro lado del Atlántico, Ignacio Escolar es miembro de una banda cuyo primer álbum vendió más de 10.000 copias. Aunque esta cifra lo coloca en el 0,7% de los músicos más exitosos de su país, Ignacio estima su ganancia en concepto de derechos de autor, luego de tres años, en 2.800 dólares. Su caso plantea preguntas importantes: ¿a cuántas personas más hubiera llegado con su música si, en vez de venderla por dinero que se llevó la discográfica, la hubiera regalado? ¿hubieran estado más llenos sus conciertos en vivo, que son los que le dan de comer? ¿qué pasa con la música de más del 99% de los músicos de su país, que no llegan a ganar ni siquiera lo que él a través de derechos de autor? Un poco más al norte, la banda inglesa Radiohead decidió publicar su álbum “In Rainbows” en Internet, a cambio de una donación voluntaria. Si bien se rumorea que la donación promedio fue mucho menos que el precio de un CD, y que muchos no pagaron nada, todo indica que el grupo ganó con este álbum mucho más dinero que con cualquiera de los anteriores.
Por cierto, está bastante bien documentado por investigadores independientes que el intercambio de archivos no sólo no perjudica la cultura, sino que crea riqueza, tal como lo expuso un informe encargado por el gobierno de Holanda y publicado en enero de este año.
Marche preso por querer usar lo que es suyo
Muchos ciudadanos de EEUU suman años de cárcel a una potencial condena cada vez que compran un DVD en Hong Kong o en Europa. Los DVDs son originales, y tanto las computadoras como los reproductores de DVD cuestan dólares bien concretos. El problema es que los DVDs son “región 3”, o “región 2”, mientras que tanto las computadoras como los reproductores que se venden en EEUU son “región 1”. En otras palabras, son deliberadamente incompatibles. Por cierto, el cifrado regional de los DVDs ya fue quebrado hace años, de modo que hay programas que resuelven esta incompatibilidad, y mucha gente los usa, pero eso no quita que la ley de los Estados Unidos impone, a través de la Digital Millenium Copyright Act (DMCA), una sanción penal a la distribución y uso de tales programas.
A esta altura, usted estará pensando que la existencia de leyes de este tipo es ridícula y que de existir, seguramente no se aplican. El problema de leyes injustas que penalizan a toda la población sin distinción, es justamente ese: cuando se quieren aplicar, se aplican a discreción. Tal es el caso del Profesor Ed Felten, de la Universidad de Princeton, quien recibió una intimación por violación de la ley de Copyright cuando intentaba realizar una auditoría independiente sobre las urnas electrónicas usadas en las primarias del estado de Nueva Jersey en febrero de 2008.
Patentando el sol y las estrellas
Marilynne Eichinger, presidente del Museo de Ciencia e Industria de Oregon, pensó que sería útil ofrecer los juguetes didácticos del museo a través de Internet. La idea había sido bien recibida por el público cuando llegó una carta de SBC Intellectual Property, exigiéndole pago de regalías por el uso de dos de sus patentes. Estas patentes cubrían cierta manera de estructurar sitios web, que consiste en poner una serie de botones en la parte superior de la página, cada uno de los cuales lleva a una parte distinta del sitio (si la descripción suena complicada, el lector puede observar la parte superior de esta misma página web para entender de lo que hablamos). Por increíble que parezca, esta patente le otorga a SBC el monopolio sobre la operación de sitios estructurados de esa manera en EEUU. Marilynne pudo evitar este chantaje cambiando ligeramente el diseño del sitio, pero en un país en el que está patentado “vender por Internet”, es sólo cuestión de tiempo hasta que aparezca el próximo.
¿De qué sirve el progreso si no podemos usarlo?
Estas historias son apenas vistazos parciales de una reyerta planetaria en la que muchos de los mismos músicos que no quieren que se copie su música por Internet no pueden resistir la tentación de bajar la de otros, las editoriales y discográficas utilizan el derecho de autor en contra de los mismos autores y demandan judicialmente a sus propios clientes, los campesinos son obligados a destruir sus cosechas por criar plantas sin permiso, los Estados intentan frenar el abuso de un poder monopólico que ellos mismos garantizan, las oficinas de patentes descubren que otorgar patentes a cualquier cosa es una manera sencilla de ganar dinero, los juzgados están atiborrados de juicios por violación de patentes en áreas de la tecnología que no alcanzan a comprender, y hay personas que disputan (¡y pierden!) los derechos sobre células extraídas de su propio cuerpo ante corporaciones que las patentaron.
Todo esto en virtud del pensamiento mercantilista, que afirma que sin el monopolio como incentivo nadie crearía nada, mientras que artistas e inventores sacuden la cabeza pensando “eso es algo que sólo puede pensar alguien que nunca creó nada”.
La “propiedad intelectual” es un collage de regímenes legales muy disímiles, de modo que es difícil decir algo de ella que sea cierto para todos ellos. Sin embargo, hay una sentencia que cumple con el requisito: los regímenes de “propiedad intelectual” se han salido de madre, al punto que en ocasiones conspiran contra el florecimiento de la creatividad y el bien común que supuestamente deben fomentar. Hoy, en su día, invitamos a la sociedad a pensar si estos monopolios sobre el conocimiento que nos hemos dado cumplen realmente con su fin social, o si llegó la hora de barajar y dar de nuevo.
* Fundación Vía Libre es una organización civil acreditada como Observadora ante la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. Desde el 2000, trabaja en software libre y acceso al conocimiento para el desarrollo sustentable.