Por Federico Heinz
Este texto es un anticipo del próximo libro de Fundación Vía Libre sobre “Monopolios Artificiales sobre Bienes Intangibles”.
Existe una gran confusión acerca del marco jurídico bajo el que se distribuye y produce software, confusión de la que el concepto de “propiedad intelectual” no es completamente inocente: mucha gente sólo tiene una conciencia general de que tal o cual programa es “propiedad intelectual” de cierta persona o corporación, y no le queda claro si dicha “propiedad” es un derecho de autor, de patente, de marca, contractual, o qué. Así, muchas personas piensan que los programas de computadora están cubiertos por patentes, aún cuando en la mayoría de los países (en particular, en casi todos los países de América Latina) están explícitamente excluidos de la posibilidad de ser patentados.
Esta confusión entre patentes y derechos de autor, así como sobre qué es patentable y por qué, es funcional a algunas grandes corporaciones que se han propuesto pervertir el sistema de patentes de tal manera que sirva como un mecanismo para prohibir por ley la competencia con sus propios productos, y muy especialmente la competencia por parte del Software Libre.
Un esfuerzo de lobby global
Los programas de computación están, en virtud de múltiples tratados internacionales, bajo el régimen de derecho de autor. Esto es: la ley reconoce a un programa como expresión de una idea, de la misma manera en que lo es un teorema matemático o una partitura musical, y le da un tratamiento legal acorde. Las patentes no cubren expresiones de ideas, sino invenciones “nuevas, no obvias y de utilidad industrial”. Sin embargo, existe una fuerte presión por parte de algunas grandes empresas de informática para que se acepten patentes sobre ideas de software, inadecuadamente llamadas “patentes de software”. Tales patentes existen ya en algunos países, en particular en Japón y EEUU, los que a su vez presionan en foros internacionales para que otros países las adopten, pese a los devastadores efectos que han demostrado tener para la libertad de expresión y la innovación en sus propios mercados.
Recientemente, Europa fue escenario de un debate con ribetes de lucha respecto de la patentabilidad de ideas de software, en un largo y retorcido proceso legislativo que enfrentó a la Comisión Europea, aparentemente decidida a imponer patentes sobre ideas de software, contra el propio Parlamento Europeo, el que terminó por rechazarlas definitivamente por abrumadora mayoría. Las maniobras a las que recurrió la Comisión con el fin de forzar estas patentes (que incluyeron en varias ocasiones la violación de sus propias reglas y procedimientos, y hasta el intento de aprobarlas en una sesión de la comisión de Agricultura y Pesca), así como el categórico rechazo por parte del Parlamento dan cuenta, por un lado, de la magnitud del esfuerzo de lobby en juego y, por otro, de la importancia política y estratégica que el software adquiere en nuestras sociedades.
Enfrentamientos similares se están dando en distintos foros internacionales, y están presentes en las negociaciones de muchos tratados de “libre comercio”, especialmente en los tratados bilaterales impulsados por Estados Unidos de Norteamérica, que ve en estas patentes una manera de proteger los intereses y la hegemonía de algunas de sus grandes empresas de software.
La feria de las medias verdades
La razón de ser del sistema de patentes es alentar a las personas a publicar los detalles de sus invenciones, ofreciéndoles a cambio un monopolio temporal sobre la explotación de la invención. Entre otras cosas, los programas de computadora y los teoremas y procedimientos matemáticos nunca han sido considerados patentables.
En 1981, la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió, en el caso “Diamond vs. Diehr”, que el hecho de que una invención usara un programa de computadora no era razón suficiente para que la invención en sí fuera impatentable. Esta decisión trata al software de la misma manera que las oficinas de patentes han tratado siempre a las matemáticas: si bien la mayoría de las invenciones están basadas en fundamentos matemáticos (cuya expresión puede estar cubierta por derechos de autor, pero que no son patentables), siempre estuvo claro que patentar un dispositivo que aplicaba cierto principio matemático no significaba una patente sobre dicho principio en sí, y es perfectamente legítimo diseñar otros inventos que se basen en la misma matemática. En el caso “Diamond Vs. Diehr”, el dispositivo patentado era un equipo de vulcanización de neumáticos, y la decisión de la Corte Suprema dejó en claro que tal máquina sí es patentable.
Es importante destacar que la patente de marras cubre al equipo de vulcanización, y no al programa que lo controla, de la misma manera que no cubre tampoco los diversos fundamentos matemáticos que sustentan su funcionamiento. Lo que define al dispositivo patentado, en este caso, no es el uso de un programa, sino los mecanismos mediante los cuales canaliza las fuerzas de la naturaleza para obtener un resultado útil. Un equipo de vulcanización distinto, también controlado por software, no violaría esta patente, ni siquiera si el programa opera basado en los mismos principios. De hecho, no la viola ni siquiera si usa exactamente el mismo programa (aunque en este caso entra en juego el derecho de autor sobre la copia del programa).
Los lobbystas de algunas grandes empresas, en un alarde de sofistería digno de mejor causa, prefieren interpretar la decisión de “Diamond vs. Diehr” de otra manera. Argumentan que, si es legítimo patentar una máquina de vulcanizar neumáticos controlada por computadora, entonces también debe serlo patentar “la maquina de vulcanizar neumáticos controlada por computadora”, obteniendo así un monopolio sobre todos los posibles diseños de máquinas de vulcanizar neumáticos que incluyan un componente programable, e incluso el “uso de un programa para controlar una máquina de vulcanizar neumáticos”. De esta manera pretenden monopolizar, en una única operación, todos los posibles programas que se puedan escribir a tal fin.El lector puede pensar que el ejemplo es exagerado. Sin embargo, hoy es posible encontrar en la Oficina de Patentes de los Estados Unidos patentes sobre conceptos tan amplios como “vender bienes y/o servicios a través de una red de computadoras”.
Patentando el vals
Probablemente con el objetivo de que su interlocutor no pueda prestar demasiada atención a la fallida lógica de la su interpretación de la patentabilidad de máquinas que incluyen componentes programables, los proponentes de las patentes sobre ideas de software suelen apresurarse a agregar que sólo aquellas ideas para programas “que tienen un efecto técnico novedoso” deben ser patentables. Desafortunadamente para ellos, es imposible escribir programas que tengan efecto técnico alguno.
Para comprender mejor esta idea, es útil establecer un paralelismo con un instrumento musical, por ejemplo un piano, cuyo efecto técnico es hacer vibrar el aire que lo rodea, en frecuencias y amplitudes que el oído humano identifica como las notas de varias octavas en distintos volúmenes, con algunas alteraciones y con un timbre característico. Es claro que, por más que un intérprete habilidoso pueda usar este piano para ejecutar obras muy distintas, ninguna de esas obras produce un efecto técnico distinto de aquellos de los que el piano siempre fue capaz.
Para asimilar nuestro ejemplo aún más al caso de la computadora, pensemos en una pianola, que efectivamente está en condiciones de seguir un “programa” (las notas codificadas en papel perforado) en forma automática: es razonable argumentar que la pianola produce el mismo efecto técnico que el piano cuando le colocamos un rollo perforado en el lector, pero es evidentemente falaz decir que es la obra siendo ejecutada la que produce dicho efecto. Ni siquiera es razonable argumentar que el papel perforado es el que lo produce: basta con colocar ese mismo papel perforado en un telar automático para obtener un resultado completamente diferente.
Como brillantemente argumentan Pedro Dourado de Rezende y Hudson Meneses Lacerda, en su artículo “Computadoras, Programas y Patentes”, los procesadores de las computadoras tienen mucho en común con nuestra pianola: son máquinas con la capacidad de ejecutar un repertorio limitado de operaciones, y en particular de ejecutar estas operaciones en secuencia, siguiendo las indicaciones almacenadas en listas de instrucciones que llamamos “programas”. En todo momento, el procesador se encuentra en un “estado”, definido por los valores almacenados en sus registros internos y los voltajes presentes en sus electrodos de entrada/salida. La ejecución de una instrucción lleva al procesador de un estado definido a otro, y tanto el conjunto de estados posibles como el de todas las transiciones posibles están determinadas desde un principio por los circuitos del procesador.
Así, dado que el repertorio de instrucciones es parte fundamental e inalterable del diseño del procesador, el conjunto de todos los programas posibles y de todos los “efectos técnicos” de los que es capaz el procesador están predeterminadosRezende y Meneses van, en realidad, bastante más lejos en su artículo: argumentan que, dado que está demostrado que todas las computadoras que cumplen con ciertas características mínimas son computacionalmente equivalentes, la sola concepción de un dispositivo teórico como la máquina de Turing alcanza para cubrir todo el repertorio de programas posibles.. Esto significa que no es posible escribir un programa que produzca una relación de entrada/salida que no esté implícita en el diseño del procesador: el efecto técnico es del procesador (cubierto por patentes) y no del programa (cubierto por derecho de autor).
Cuidando la quinta
¿Cuál es el objetivo de semejante esfuerzo para imponer a los programas un régimen tan inadecuado como el de las patentes? El argumento de que estas patentes son necesarias para fomentar la innovación y permitir que las empresas de software hagan dinero es evidentemente una distracción: observando la historia, vemos que el derecho de autor parece haber sido más que suficiente para promover el avance del arte en materia de programas, y existe amplia evidencia empírica de que el actual abuso del sistema de patentes que están ejerciendo algunas empresas en EEUU efectivamente retrasa la innovación y daña a las empresas, sobre todo a las más pequeñas.
La razón por la que el derecho de autor no es suficiente para algunas empresas es que cubre solamente una cierta expresión específica de la idea subyacente. Si yo programo un editor de textos, el derecho de autor me otorga el monopolio sobre el editor que escribí, pero no sobre los otros. Otras personas pueden escribir sus propios editores y distribuirlos bajo las condiciones que consideren adecuadas.
Si una empresa, en cambio, puede patentar un “mecanismo de procesamiento de datos que permite usar una computadora para componer textos”, entonces nadie puede escribir un editor de textos sin obtener primero una licencia del detentor de la patente: el monopolio es completo y el Estado, lejos de intervenir para corregir la distorsión, se alista del lado del monopolista tornando ilegal el mero acto de competir con él.
Éste es el poder que los impulsores de las patentes de software buscan: el de restringir la libertad de las personas de escribir sus propios programas, convirtiendo la actividad de programación en privilegio exclusivo de las corporaciones. A su vez, los estados que las apoyan en su ambición, en una nueva instancia del sueño fascista de connivencia entre corporaciones y Estado apuntan, por un lado, a cimentar los monopolios de estas empresas y, por otro, a aprovechar la ventaja estratégica que les brinda el hecho de que el procesamiento de datos en otros países dependa de programas desarrollados en el suyo.