Hace unos años atrás, escribí esta columna sobre el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor. Como uno siempre tiene la obligación de volver sobre las gansadas que dice, acá estoy de nuevo pensando sobre este problema. En aquel entonces estaba cursando en la facultad Historia del libro y las bibliotecas, un recorrido intelectual que todos aquellos que tenemos algún tipo de interés por la propiedad intelectual y las tecnologías deberíamos tratar de hacer por lo menos una vez en la vida.
El derecho de autor como institución, y el libro como tecnología, son dos piedras fundamentales de lo que entendemos es constitutivo del sujeto moderno. Aún más: hay una noción trascendental del sujeto y su obra que es tan antigua como difícil de abandonar. En el fondo, la razón por la cual existen personas que defienden el derecho de autor va más allá de lo puramente económico: en algunos casos, ni siquiera son capaces de reconocer los actores involucrados en la disputa por la propiedad del conocimiento. Muchas veces, la defensa tan encarnizada es producto de la sensación de que el cuestionamiento del derecho de autor afecta directamente sus nociones filosóficas más profundas sobre lo que es el individuo moderno en su relación con lo propio, lo impropio y lo comunitario. De eso es de lo que no se pueden desprender.
No es de extrañar, por otra parte, que organismos como la UNESCO caigan rendidos a los pedidos de la Unión Internacional de Editores de agregar “y el derecho de autor” como parte del día mundial del “libro”. Forma parte, en definitiva, de una estrategia de fetichización: lo que importa es el libro como producto y su apropiación privada como mecanismo de generación de renta, no el proceso de leer, ni el lector, ni la comunidad que sustenta lo que en definitiva no son más que modos de vida, ni el proceso de producción y creación de sentido de cada comunidad lectora a lo largo del tiempo.
Esa comunidad lectora también crea la obra. Aunque suene obvio, pongamos un ejemplo canónico: “El matadero” no se lee de la misma forma hoy que hace cien años atrás, y todas las partes que nos suenan sosas del cuento (como ese final donde el unitario nos termina pareciendo tan tarado que lo único que estamos esperando es que por favor lo maten ya) contrastan con la descripción tan viva de ese espectáculo de violencia, carne y sangre del principio, con la empatía popular que nos genera Matasiete. Pero un unitario del siglo XIX probablemente lo leyera con el mismo grado de afectación con que lo escribió Echeverría, pensando “estos salvajes federales, ¡qué horror!”. Si rescatamos ese cuento del olvido es por razones completamente distintas a las razones por las cuales Echeverría lo escribió, y en ese acto hemos violado, una vez más y por suerte, la integridad de la obra.
El libro como tecnología ni encierra ni le pone límites a la obra, ni el autor tiene una verdad sobre su obra que los demás no puedan enunciar. Entonces, cabe preguntarse: ¿qué es lo que se festeja en el Día Mundial del Libro y el Derecho de Autor? ¿A la industria que lo produce? ¿Qué se busca? ¿Fomentar la cultura? Nuestras culturas letradas están tan embebidas en sus formas de acumulación de capital simbólico que no pueden ver que la propuesta de festejar el día mundial del libro es como si mañana la Asociación Argentina de Video decidiera proponer el Día Internacional del Video. ¿Por qué no? Si los videos en el siglo XXI son muestras culturales probablemente mucho más importantes que las privilegiadas por nuestra cultura letrada.
El maximalismo de la propiedad intelectual y del derecho de autor consiguió impregnar elementos que sustentan formas de vida comunitaria con su olor a basura legalista; pareciera como si los únicos interesados en preservar la cultura, en preservar la actividad de leer, fueran los editores, y además los editores de libros. O peor aún, la UNESCO. O todavía peor aún, los autores, desprovistos de contexto, de comunidad, de sociedad.
No es así. Por lo menos una vez al mes nos tenemos que sentar en alguna charla, en alguna mesa debate, a discutir gansadas sobre el derecho de autor. Si respetamos la regla de los tres pasos del Convenio de Berna. Si tal cosa se puede hacer en el marco del Convenio de Berna. Si hacer X cosa no viola la ley de propiedad intelectual. Una vez cada tanto hay que resistir que gente que los únicos libros que leyó en su vida fue durante su estadía en la Facultad de Derecho, traten a los demás de ignorantes simplemente porque las formas de lectura cambiaron y ellos no supieron darse cuenta. Quienes defienden la propiedad intelectual, cuyas formas jurídicas más recientes se impusieron desde la Organización Mundial de Comercio, son capaces de decirnos que los neoliberales somos nosotros. La respuesta que yo alcanzo a elaborar en algunos casos oscila entre achacar semejantes afirmaciones a la ignorancia, en otros casos a la maldad, y en los menos, a una mezcla combinada de ambas.
La basura legalista es un discurso ideológico, y aceptar la ley no es más que aceptar un pacto de subordinación a la regla del Estado, y como tal, un discurso opositor a ese discurso no parte necesariamente de la ignorancia o del desconocimiento de la ley: lo que busca es un efecto político. Es decir: hay que dejar de preocuparse por la regla de los tres pasos del Convenio de Berna. Lo que hay que hacer es terminar con esta farsa del Convenio de Berna, porque en el siglo XXI no sirve para nada. O sirve para muy poco.
La humanidad inventó la escritura hace ya más de cinco mil años, y en todo este tiempo no fue necesario ningún mecanismo de apropiación privada para que leer y escribir fueran las dos actividades centrales que son en la vida del hombre. Más aún, nos resulta extremadamente difícil comprender en su justa dimensión el parteaguas que significó la escritura en la conciencia del ser humano, de tan sumergidos que estamos en esas actividades.
Sobre esas dos actividades centrales, leer y escribir, es que tiene que concentrarse toda nuestra atención. Hay que desarmar el concepto de “libro”. El libro en su forma moderna también oculta las relaciones sociales que le dieron origen (¡ni hablemos de la categoría de “autor”!), a tal punto que muchas veces pensamos que el libro como tal es la obra, y si decimos obra lo que pensamos es en una novela y si pensamos en una novela seguro que se nos ocurren cosas como Madame Bovary de Flaubert o alguna cosa por el estilo, aunque jamás la hayamos leído, pero sabemos -como lo sabía Bourdieu- que eso es lo que se espera que contestemos. Porque el libro y la obra como forma nos alejan de la potencia creativa que no necesariamente acepta las formas históricas que conocemos hoy, ahora, y la búsqueda de ese efecto no es una búsqueda desinteresada, ahistórica o aideológica.
Frente a estas propuestas burdas y reaccionarias, lo único que cabe es volver a insistir en algo en lo que no nos detenemos quizás todo lo que deberíamos detenernos. En que nos gusta leer. A mí me gusta leer. Y hace muchos años que pirateo libros, es decir, que los subo a Internet y que también los descargo, que los comparto, los mando por mail. También compro, regalo, me regalan, pierdo y encuentro libros. A veces voy a bibliotecas, y durante mucho tiempo todo lo que leí salió exclusivamente de dos o tres bibliotecas públicas. Digitalizo y enseño a otros a digitalizar sus libros y a construir las máquinas para digitalizarlos. No hay espacio en mi vida, ni pasión entre mis pasiones, ni amistades entre mis amistades, que no gire alrededor de la actividad de leer.
Y si me gusta leer es porque encuentro en esa actividad, en ese proceso, algo que no encuentro en ninguna otra parte. Es una voz que tiene voluntad de establecer un diálogo conmigo sin importar que esa voz y yo hayamos vivido en siglos e incluso milenios distintos, tiene algo para contarme y para decirme, y necesita imperiosamente decírmelo. Eso nos interpela mucho más que la categoría de sujeto o de autor que haya detrás, mucho más que la regulación jurídica basura que encontraron en el siglo XVIII para buscar prohibirnos el ejercicio de algo tan elemental como la lectura, como leer como se nos canta. Lo que nos gusta de leer es que nos permite acceder a algo que otro pensó, quizás hace miles de años, y entenderlo hoy, entenderlo a través del tiempo, y entablar allí un diálogo donde hay una fuerza viva que quizás es mucho más intensa y mucho más viva que alguna gente que anda por ahí, respirando.
El derecho a leer no existe: sería como que exista el derecho a cagar o el derecho a respirar o el derecho a realizar cualquier otra actividad humana intrínseca a nuestra propia condición de humanos. Si tiene que existir el derecho a leer, y si tenemos que insistir en que es necesaria su existencia, es porque vivimos en una época en que el capitalismo depredador no tiene ningún problema en violar y subvertir todas las actividades humanas para subordinarlas a su imperio, a su lógica mercantil contra toda lógica comunitaria esencial.
El boludo que, como yo, se pasa horas poniéndole esfuerzo a escanear un libro, lo que tiene es unas ganas locas de entablar un diálogo no sólo con el autor de ese libro, sino con los demás. Y alguien que te quiere cercenar ese diálogo en supuesta defensa de un “derecho” como el derecho de autor es alguien que simplemente no tiene ganas de hablarte, porque no te entiende, no entiende el mundo en el que están viviendo juntos, no entiende la necesidad que tienen uno del otro, no entiende la idea de lazo, no entiende la idea de comunidad, no entiende la idea de vivir y estar juntos. Le da vagancia ponerse a pensar en un mundo que sea distinto a este mundo en el que vivimos.
El problema de quienes defienden el derecho de autor no es que defiendan un instrumento de dominación del capitalismo o que yo crea que están equivocados o que defiendan una postura que choca todo el tiempo con la realidad más evidente. El problema es que son aburridos. Son aburridos porque quieren defender y preservar su propia posición de sujetos ahora, mientras están vivos, en vez de preocuparse por hacer algo realmente bueno, algo que realmente valga la pena ser rescatado de “la voraz lluvia y del impotente Aquilón”, como diría un poeta que escribió una obra más perenne que el bronce. Y porque no les interesa hablar con los demás.
La UNESCO no nos va a invitar a reflexionar sobre una actividad que amamos hacer, como leer, sobre una actividad que necesitamos imperiosamente compartir con otros porque sólo en el intercambio cobra sentido. Sólo rompiendo el encanto del fetiche podemos entender que lo importante es que hay alguien que está leyendo. Hoy, ahora. Y que no importa si compró el libro, si se fue a una biblioteca pública, si se lo prestaron o si lo bajó de Internet. Porque lo importante es que lo está haciendo. Hay alguien que está haciendo que esa fuerza viva inscripta hace miles de años en un pedazo de soporte tan efímero como la vida misma, tan poco relevante como la puerta de un baño, vuelva a tener su sentido cada vez que unos ojos, otra vez, vuelven a volverlo a la vida, a entablar un diálogo, a invitarlo a conversar. Si el soporte es un pedazo de arcilla o una combinación extraña de electricidad y bytes, es lo de menos.
Mientras pongo el punto final a estas palabras me llega un correo del Fondo de Cultura Económica. Dice “Campaña de Liberación de Libros de FCE”. Me ilusiono vanamente: avisan que van a dejar libros de FCE en las plazas, en los bares y en las estaciones de subte. Está bien, es parte de su lógica. Es cool y es canchero. Lo que ellos quieren vendernos son libros y autores, no fuerzas vivas que nos hablan a través del tiempo. Esas las tenemos que ir a buscar nosotros.