El Director General de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) nos recuerda, en un texto dedicado al Día de la Propiedad Intelectual, que el lema de su organización para este año es “Fomentar la Creatividad”, y provee ejemplos de maneras en las que distintas formas de “propiedad intelectual” actúan como incentivos. Sin embargo, la tragedia de los ejemplos que la OMPI calla es mucho más elocuente que la promesa de aquellos cuyas loas canta.
OMPI menciona que el derecho de autor permite a algunos músicos proyectar sus obras a todo el mundo, pero olvida decir que difundirlas a través de redes peer-to-peer (P2P) como Bittorrent puede ser mucho más eficaz a ese fin que el recurso de someterse a las condiciones leoninas de las discográficas, las que toman control de dónde y cómo se difundirá la música, pagan regalías misérrimas (cuando las pagan), y por lo general sólo publican obras una vez que sus autores les ceden sus preciosos derechos patrimoniales sobre ellas.
Tampoco menciona la persecución y criminalización de niños y familias enteras por participar en redes P2P, acusándolos de infracción al derecho de autor basándose en suposiciones, evidencia dudosa e interpretaciones maximalistas de tal derecho. Ni las iniciativas, también fomentadas por su organización, para exigir a las bibliotecas el pago de derechos de autor por el préstamo de libros a sus parroquianos (pago que, por lo general, termina en manos de las gestoras colectivas de derechos y las editoriales, y no va al bolsillo del autor).
El hecho de que la exagerada duración del derecho de autor propuesta por su organización sea responsable de que grupos de admiradores de James Joyce no puedan aún leer sus escritos cuando lo celebran no parece merecer la atención de la OMPI, y tampoco la realidad de que esa misma duración sea la causa de que no hayan entrado nuevas obras al dominio público por casi un siglo, condenando a miles de ellas a desaparecer para siempre, ya que no se las puede preservar (copiar o digitalizar) sin violar el derecho de autores imposibles de contactar.
Su elogio de las patentes pasa por alto el destino de los millones de personas que padecen de enfermedades tratables, pero que no pueden acceder a los medicamentos necesarios porque alguna empresa de fármacos posee un patente que le permite fijar precios arbitrariamente altos y excluir toda competencia.
También parece ignorar que las patentes aplicadas a la medicina, a la genética, a la informática, a las matemáticas y a otras disciplinas las ha convertido en campos minados, en los que áreas completas del conocimiento no pueden ser exploradas sin antes obtener permiso de sus “dueños”, o que el patentamiento de secuencias genéticas en seres vivos ha permitido a semilleras como Monsanto exigir la destrucción de la cosecha de agricultores cuyos cultivos habían sido contaminados con genes patentados, aún cuando la contaminación se había producido por negligencia de la propia semillera.
El concepto de “Propiedad intelectual” fomentado por la OMPI es engañoso: reúne bajo su paraguas regímenes diferentes, con impactos e implicancias distintas. Es un concepto que confunde para hacernos creer que las ideas son apropiables y que sus “propietarios” tienen derecho a excluir a otros de los beneficios de las artes y las ciencias. Es un sistema que enseña que compartir es un delito, y que sin monopolios no existiría innovación.
Lo que la OMPI denomina “Propiedad Intelectual” no es más que una serie de regulaciones jurídicas que crean monopolios artificiales aplicados a diferentes campos, desde las marcas registradas, pasando por las obras de autor hasta ciertos inventos, sin olvidar los derechos de obtentores de variedades vegetales y otros. Estos monopolios se constituyeron como un experimento social, y son relativamente nuevos en la historia. Su objetivo manifiesto es fomentar las artes y el progreso de la ciencia a través de mecanismos que permitan a autores e inventores tener un monopolio de negocios garantizado por un tiempo limitado, para explotar en forma exclusiva los beneficios de su trabajo. Supuestamente, esto habría de fomentar la creatividad y la innovación.
Sin embargo, vale recordar que Daguerre no necesitó una patente para diseminar masivamente el fantástico sistema que diera origen a la fotografía. Tampoco Mozart necesitó un derecho de autor para crear una música eterna. Ni Cervantes, ni Shakespeare, ni Miguel Angel, ni las culturas nativas. Tampoco los médicos tradicionales patentaron las aplicaciones de las plantas con virtudes curativas ni los pueblos mesoamericanos apelaron a monopolios cuando cultivaron la enorme variedad de formas del maíz que hoy es uno de los alimentos básicos en todo el planeta.
Hoy, el software libre prescinde deliberadamente del monopolio de copia para construir un enorme conjunto de aplicaciones innovadoras a disposición de toda persona que quiera usarlo, estudiarlo, copiarlo y diseminarlo en libertad. Y hay cientos y cientos de artistas liberando efectivamente sus obras para aprovechar las ventajas de la revolución digital.
La OMPI quiere que creamos que no habría invenciones sin patentes, ni libros sin derecho de autor, ni papas sin derechos de obtentor, pero sabemos que no es así. Es posible que estos regímenes, aplicados con mesura y en contextos tecnológicos apropiados, funcionen como incentivos eficaces a la producción de ciertas obras, pero no son imprescindibles. Más aún, de poco nos sirve la producción de obras e inventos si la condición para ello es privar a la sociedad de acceder a ellos.
Por cierto, es difícil para una entidad llamada “Organización Mundial de la Propiedad Intelectual” pensar fuera del marco impuesto por su nombre, pero creemos que el Día de la Propiedad Intelectual es una buena ocasión para llamar a la sociedad a reflexionar sobre los peligros del abuso de estos derechos monopólicos, y a explorar mecanismos alternativos para fomentar las artes y las ciencias, mecanismos que faciliten la circulación y preservación de conocimiento, en vez de impedirlo.