Todo el mundo está justificadamente escandalizado por la Gran Muralla de Fuego de China, un sofisticado sistema centralizado de monitoreo de Internet que es usado por el gobierno de ese país para controlar qué pueden escribir y qué pueden leer su ciudadanos. Todos estamos de acuerdo en que se trata de una intromisión inaceptable en la vida de las personas, digna de un estado policíaco totalitario.
Pero bueno, al fin y al cabo se trata de China, no podemos esperar otra cosa del país que nos trajo la Revolución Cultural y la Masacre de Tian’anmen. En cambio en Occidente, hogar de venerables democracias, esas cosas ya no pasan: Paulino Tato es historia antigua, y cualquier gobierno que pretendiera censurar Internet se vería en problemas en muy poco tiempo.
Lamentablemente, Aristóteles parece haber tenido razón cuando sentenciaba que la Naturaleza aborrece el vacío: retirado (en gran medida) el Estado del rol de censor, no han demorado en aparecer nuevos guardianes, ávidos de ejercer poder sobre los demás para controlar lo que hacen y dicen en la red: los proveedores de software y computadoras.
Ya sea Sony con sus PlayStations, Nintendo con cualquiera de sus consolas, Apple con sus iPhones y iPods, Microsoft con su Xbox y su Zune, Nokia con sus celulares, los proveedores de dispositivos digitales siguen buscando maneras de ejercer control sobre los dispositivos que venden, impidiendo que los usuarios usen en sus máquinas los programas que quieran.
Las consolas de juegos son el ejemplo más claro, ya que gran parte de su diseño está dedicado a asegurarse de que los usuarios no puedan correr en ellas programas “no autorizados”. En el caso del iPhone, el simpático símbolo de status producido por Apple, el hecho de que la Tienda de Apple ofrece decenas de miles de programas puede distraernos lo suficiente como para que no nos demos cuenta de que si un programa no está en la Tienda, no hay manera de cargarlo en el teléfono.
Erigirse en juez de qué programas pueden ejecutar los usuarios pone a estas empresas en una situación respecto de sus clientes que nada tiene que envidiarle al gobierno chino: el consumidor tiene derecho a pagar por el dispositivo, pero eso no quiere decir que por eso sea suyo. El fabricante sigue controlando qué programas se pueden usar y cuáles no, y de esa manera limita la información y los medios a los que el usuario tiene acceso.
En el caso de las consolas, la mayoría de los usuarios ya sabe que el aparato no está completo hasta que se le instala el “chip”, un dispositivo electrónico que elimina las restricciones del fabricante, y los usuarios avezados de celulares y reproductores de medios conocen procedimientos para “sacar de la cárcel“ (jailbreak) sus aparatos, pero aquí es donde un aliado inesperado suele salir a la defendesa del privilegio de los censores: el Estado.
Alentados por la Organización Internacional de la Propiedad Intelectual, no son pocos, ni particularmente comunistas, los países en los que el Estado desafía el concepto de propiedad privada quitándole a los dueños de un aparato el derecho a modificarlo. Tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea y Japón es ilegal “chipear” tu propia consola, cambiar la región de tu propio reproductor de DVDs, o sacar a tu propio iPhone de la cárcel de Apple.
La única manera de escapar al control de esta alianza de la corporación con el Estado es evitar comprar dispositivos que tengan este tipo de restricciones. No sólo están disponibles, sino que suelen ser más baratos y, como si lo hicieran a propósito para que yo pueda cerrar esta nota en un círculo, por lo general vienen de China.