Las periódicas filtraciones de escuchas telefónicas destinadas a servir a operaciones mediáticas y políticas son una muestra más de la crisis que atraviesa el sector de inteligencia.
Y una vez más el silencio y la inacción del sistema político sirve para sostener un aparato de inteligencia que es una herramienta de espionaje político y control de la disidencia y parte del esquema de gobernabilidad, en lugar de un sistema de producción de conocimiento sobre problemas criminales y defensivo-militares para que el Estado diseñe y ejecute políticas públicas. Se trata de un sistema marcado por un gran poder subterráneo sin control e inútil para las tareas que la ley le asigna. Una trama de vínculos entre ámbitos políticos, núcleos importantes del sistema de justicia federal, estudios de abogados, periodistas, empresas y otros actores utiliza políticamente lo que el sistema de inteligencia produce por vías legales e ilegales. Históricamente, el tráfico de escuchas ilegales es uno de los productos más redituables.
La reforma de la Ley de inteligencia (25.520) en 2015 quiso revertir este escenario transfiriendo el monopolio de interceptación de las comunicaciones (la facultad de intervenir teléfonos u otros medios) desde la ex SIDE al Ministerio Público Fiscal (MPF). Sin embargo, desde 2016, ese proceso no sólo se revirtió sino que derivó en una situación institucional más delicada.
Primero, el PEN transfirió por un decreto de necesidad y urgencia (DNU) la competencia a la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN). A las denuncias sobre el modo en que se designó a sus autoridades (por un supuesto sorteo no registrado) se sumó otro DNU que extendió irregularmente el mandato de los titulares de la Dirección de Captación de Comunicaciones (DCC). Luego, la CSJN amplió su poder incorporando facultades de inteligencia e investigación que no le corresponden a través de la creación de la Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos y Crimen Organizado (DAJuDeCO). Esta oficina se dedica a realizar investigaciones criminales a pedido de los jueces y políticas de intervención en fenómenos criminales complejos como la detección de patrones, técnicas de análisis criminal o medidas de investigación vinculadas a la georreferenciación e identificación de titulares a partir de la interceptación de las comunicaciones. También incorporó funciones de centralización y análisis de información. Y firmó convenios con la Unidad de Información Financiera (UIF), con la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) y con el Ministerio de Justicia de la Nación. En este último caso se otorgó a la DAJuDeCO el acceso a todas las bases de datos de los organismos dependientes del Ministerio. Todo requerimiento judicial a estos organismos debe ser cursado por intermedio de esta oficina. Todo excede lo que la ley prevé para la dependencia responsable de interceptar comunicaciones. Un periodista de La Nación llegó a denominarla la “central de inteligencia que depende de la Corte“.
Este armado consolidó de un modo increíble y legalmente cuestionable otro de los aspectos claves de la crisis del sistema: como se puede ver en el convenio firmado entre la Corte y la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), se restauró el viejo esquema de escuchas y, además, se convalidó la gestión e intervención directa de la estructura judicial federal en áreas y tareas de inteligencia, con apoyo directo de la AFI. Esto profundiza la relación de promiscuidad que existe desde hace décadas entre ambas y muestra que ante la crisis que estalla en 2014 el sistema se sigue apoyando en ese esquema en lugar de cambiarlo.
Este vínculo institucional se consolidó cuando jueces y fiscales comenzaron a delegar tareas de investigación criminal en la ex SIDE. La ley de inteligencia nacional lamentablemente no modificó esto ya que lo permite bajo una cláusula de excepción, que no se respeta ni se hace cumplir.
Que la Corte sostenga una estructura de inteligencia en su propio ámbito alimenta vicios naturalizados que tienen derivaciones muy negativas para la transparencia y legalidad de las investigaciones judiciales y para su legitimidad. El trabajo judicial con áreas de inteligencia implica un riesgo mayor de tergiversación de las reglas procesales y una capacidad menor de control para las partes y de rendición de cuentas en general. En definitiva, la CJSN, bajo este esquema, quedó involucrada en la crisis que arrastra el sistema de inteligencia. No es posible exagerar lo negativa que resulta esta situación para el resguardo de los derechos y de la institucionalidad.
La Corte debería protagonizar una transformación que desarme esta trama y separe a la justicia de las estructuras que funcionan en secretismo y en los límites de la legalidad. Descansar en el control de la Comisión Bicameral de Fiscalización de los Organismos y Actividades de Inteligencia (CBI), como anunció la Corte, no es una respuesta institucional seria. Lo que se requiere de manera urgente es una repensar todo el sistema, comenzando por una revisión del marco jurídico e institucional del sistema de interceptación de comunicaciones. La Corte no puede ser la responsable de ejecutar una función tan sensible, cuando es la instancia que debe velar por el respeto de los derechos y garantías de todos los ciudadanos. Hoy, como lo demuestran las filtraciones, la Corte no está en condiciones de preservar esos derechos y garantías. Tampoco debería cobijar las viejas mañas políticas de espías y jueces federales puestos al servicio de una trama de intereses.
Al mismo tiempo, es indispensable que el sistema político en su conjunto se comprometa en el diseño y armado de un esquema de control eficaz. El que existe no funciona.
El sistema arrastra un problema de base: mezclar las escuchas de inteligencia con las escuchas judiciales. Todas requieren autorización judicial, pero no tienen el mismo solicitante ni el mismo uso. La CBI solo tiene competencia para controlar que las “escuchas de inteligencia” se adecuen a los parámetros legales vigentes pero no para controlar las “escuchas judiciales” que se realizan en el marco de investigaciones criminales. Es decir, nadie controla las escuchas judiciales.
La falta de control, además, excede a su diseño. La CBI nunca cumplió con sus funciones. El caso de la filtración ilegal de escuchas de la ex presidenta es un ejemplo. En 2017 la Bicameral constituyó una subcomisión especial de investigación, pero pese a los intentos de algunos legisladores de la oposición, la subcomisión nunca se puso en funcionamiento. La integración, con presidencia y mayoría oficialista, es un límite insalvable para que desde allí se ejerza algún control.
Ante la posibilidad de que el Congreso cite a brindar explicaciones a Lorenzetti y a los responsables de la oficina, la CSJN solicitó que la Bicameral de Inteligencia realice una auditoría externa. Dado el funcionamiento de esa Comisión resulta difícil que este procedimiento arroje resultados mejores. Pero aun si la auditoría efectivamente se llevara a cabo, eso no trascendería el espacio de la Bicameral, que se rige por una regla de secreto tan amplia como la de la AFI. A estas alturas, ese remedio parece peor que la enfermedad. ¿O será que la CSJN no está dispuesta a reconocer el diagnóstico?
En este escenario de confusión institucional y contubernios de jueces, espías y políticos, no alcanza con que la CSJN requiera controles ad-hoc y traslade responsabilidades. Es momento de que el Congreso de la Nación abra una discusión pública sobre el sistema de interceptación y captación de las comunicaciones, y sobre el régimen de colaboración de la AFI con el sistema de justicia que conduzca a una reforma del esquema normativo e institucional destinada a revertir las prácticas vigentes.
Sobre la ICCSI
La Iniciativa Ciudadana para el Control del Sistema de Inteligencia (ICCSI) es un espacio destinado al seguimiento, impulso y promoción del funcionamiento efectivo de los mecanismos de control sobre el sistema de inteligencia de la República Argentina. Las organizaciones que conforman ICCSI son: Asociación por los Derechos Civiles (ADC), el Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSDE), la Fundación Vía Libre (FVL), el Núcleo de Estudios de Gobierno y Seguridad de NEGyS-UMET y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).