El proceso al señor Katchadjian: dos anacronismos

* Por Matías Raia, miembro de Fundación Vía Libre

Un primer anacronismo: ¿la viuda pobre?

La figura de la viuda pobre como punta de lanza —muchas veces sumada a los huérfanos desahuciados del hombre de letras— fue durante bastante tiempo un bonito comodín en la discusión sobre los derechos de autor y, en particular, sobre el plazo post-mortem que cubriría el reconocimiento de dichos derechos. Al menos desde la muerte de Jorge Luis Borges (1986), la literatura argentina ha visto consolidarse esta figura pero ya no como retórica sino como entidad de carne y hueso, con nombre y apellido. María Kodama se llama la viuda (no tan) pobre que aprovecha el “disfrute hereditario de la obra artística” de Borges. Ese primer anacronismo acompaña a Kodama en su curiosa “defensa” de los textos de Borges.

Sin embargo, la noticia del procesamiento del escritor argentino Pablo Katchadjian por su libro “El Aleph engordado” (publicado en 2009 por una editorial pequeña perteneciente al autor, con una tirada de cerca de 200 ejemplares) ha terminado demostrando que en el caso de la viuda de Borges la postura intransigente y persecutoria tiene más que ver con los derechos morales de la obra que con los derechos económicos.

Es decir, el problema en la querella de Kodama contra Katchadjian no pasa por el perjuicio económico —que no existió— si no por la modificación “irrespetuosa” de la obra de Borges. Tal como circuló hace unos años, cuando este litigio recién empezaba: según la viuda defensora, si Katchadjian hubiera pedido disculpas, nada de esto habría tenido lugar. Kodama, la viuda pobre, es aquella que fue encargada —por ley y unción del autor— para custodiar los puntos y las comas de la literatura metafísica borgeana. En este sentido, detrás de la discusión legal y editorial, hay una discusión literaria: el texto es inmodificable porque el autor lo quiso así, es hijo del autor y Kodama, como madre adoptiva, velará por sus sueños. En el fallo de la Cámara de Casación esta perspectiva sostenida por la querella es por demás clara: Katchadjian con su intervención al cuento de Borges lo “bastardeó”, lo volvió bastardo, se lo arrebató a su padre al no mencionarlo en tapa (pero sí en el interior del libro). Tenemos, entonces, en ese primer anacronismo las clásicas figuras en el discurso de la propiedad intelectual: la viuda pobre y los huérfanos arrebatados a quienes la ley 11723 debe considerar, a quienes debe devolver la integridad y el honor.

Un segundo anacronismo: el autor romántico

En el escrito del procesamiento a Pablo Katchadjian, las concepciones de obra y autor son decimonónicas. El siglo XX nunca ocurrió y menos el siglo XXI. El tiempo ha pasado inadvertido. Ante la modificación realizada por Katchadjian del texto borgeano, se invoca la adhesión de la Argentina —mediante la ley 11.251— a la Convención de Berna para la protección de las obras literarias y artísticas, firmada el 9 de septiembre de 1886. En esa Convención se sostenía “el derecho de reivindicar la paternidad de la obra y de oponerse a cualquier deformación, mutilación u otra modificación de esta obra o cualquier otro menoscabo a la misma obra…”. Este recurso esgrimido en el procesamiento a Katchadjian genera, por lo menos, un problema temporal: la Convención de Berna de 1886 no podía prever que, en algún momento (pongamos la década de 1920), el arte dejaría de pensar la modificación de una obra como una “deformación” o como una “mutilación” y que pasaría a pensarla como una nueva obra o, al menos, como una obra intervenida. Es más, la Convención de Berna firmada en 1886 no consideró que en algún momento un grupo de artistas a partir de sus obras y reflexiones pondrían en jaque las nociones de autoría, de originalidad, de propiedad (llamémosle a ese grupo “vanguardistas”, “artistas experimentales”, o como se quiera).

Los derechos morales son el gran centro de la cuestión en este litigio, tal como se lee en el procesamiento de la Cámara de Casación: Kodama y su abogado no aceptan y consideran una falta de respeto al “engorde” de “El Aleph”, la modificación de su letra, la tergiversación del sentido que el autor debería custodiar.

En este sentido, la lectura de “El Aleph engordado”, un texto claramente vinculado con el gesto vanguardista (independientemente de la valoración que podamos hacer de lo vanguardista en la actualidad), a través de la lente de 1886, es un problema temporal irreconciliable. No hay posibilidades de considerar ese texto por fuera de la “deformación” o la “copia” si las personas que deben interpretarlo desde la ley se amparan en una Convención firmada al calor del romanticismo tardío, si invocan en otras partes del fallo nociones como “creatividad” y “novedad” para avivar el fuego de la hoguera cultural. Leer la obra de Katchadjian desde la Convención de Berna, desde incluso la ley 11723 sancionada en 1933, solo puede conducir a la incomprensión, a la aplicación de un sistema legal desactualizado, que no puede dar cuenta de fenómenos tan viejos como el collage o recientes como el mash-up y que solo logrará criminalizar acciones literarias como la de Katchadjian.

Entre la viuda pobre encarnada en Kodama y la Convención de Berna, tal vez el caso Katchadjian muestre que el viejo procedimiento de la vanguardia puede aún funcionar ante la perspectiva romántica que revelan las leyes de propiedad intelectual, en particular la 11723. En este sentido, el procesamiento del autor de “El Aleph engordado” vuelve a revelar el carácter desactualizado de una ley sancionada en 1933 y las concepciones románticas de la literatura y de la cultura que todavía persisten a través de este y otros instrumentos legales, concepciones románticas que en defensa de la “originalidad” y la “creatividad” persiguen a los artistas, constriñen la libertad de expresión y detienen los procesos de creación y elaboración culturales.

Este y no otro es el punto que, en definitiva, toda discusión sobre el procesamiento a Katchadjian debería abordar: la imperante necesidad de modificar la ley 11.723.

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