Por Facundo Garcia
Artículo publicado en el diario Página 12 en su edición del domingo 28 de octubre de 2007.
Este mes, la asamblea general de la Organización Mundial de Propiedad Intelectual que depende de la ONU disparó discusiones sobre los alcances del copyright y el papel de los grupos con mayor poder de presión sobre la legislación. Un debate acorde a estos tiempos de cambio vertiginoso.
Jamie Thomas tiene treinta años y dos hijos. Fue acusada de ofrecer ilegalmente música a través de Internet para que otros usuarios la descargaran de forma gratuita, y ahora los gigantes de la industria discográfica la convirtieron en la primera ciudadana de Estados Unidos que comparece ante un tribunal por difundir canciones de esa manera. Las corporaciones aseguran que pueden obligarla a pagar hasta 1,2 millón de dólares por el puñado de canciones que compartía, aunque Jamie decidió no dejarse amedrentar y confía en que probará su inocencia. Como más de veinte mil norteamericanos y decenas de argentinos, Thomas está siendo amenazada legalmente por intercambiar libros, películas, software y música por la web, una práctica tan generalizada que muchos se preguntan si alguien tiene derecho a tirar la primera piedra.
Libres o no de pecado, la verdad es que hay quienes se animan a tirar, y fuerte. Para comprobarlo basta revisar algunos debates que lleva adelante la Organización Mundial de Propiedad Intelectual (OMPI), el organismo dependiente de Naciones Unidas que reúne a representantes de 184 países para regular asuntos como el derecho de autor o la llamada “piratería”, con la supuesta misión de “favorecer el desarrollo científico y cultural de todos los estados miembro”. En ese sentido, la asamblea anual que acaba de realizarse en Ginebra dejó la puerta abierta a algunas esperanzas. Pero no pudo espantar la sospecha de que los poderosos del mundo van a seguir explotando su capacidad de lobby para mantener las riendas de las industrias culturales y el conocimiento científico.
Desde una perspectiva más cotidiana, son muchos los que se preguntan si deben seguir sintiéndose un poquito culpables cada vez que se bancan las publicidades del tipo “¿robarías una cartera?, ¿por qué robar una película?”, que prologan cada DVD. Todo, indica que en un futuro próximo, para bien o para mal, también habrá novedades para ellos.
¿Qué es la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual? La mayoría de los analistas la interpretan como un “laboratorio legal” que aspira a crear un sistema que regule globalmente la forma en que se producen y circulan los productos culturales. Beatriz Busaniche, miembro de la ONG Vía Libre, agrega a esa definición dosis generosas de escepticismo: “La OMPI tiene como objetivo defender la denominada ‘propiedad intelectual’ desde muchos aspectos. Partiendo de ahí, hay que decir que arranca con postulados que son más que cuestionables. La idea base de muchas de sus propuestas es que el monopolio de unos pocos sobre bienes intangibles fomenta la innovación, y eso es cuanto menos discutible”, sentencia.
En la vereda de enfrente, la Motion Picture Association –entidad que agrupa a los principales estudios norteamericanos de producción audiovisual– difunde otra perspectiva a través de su representante en Argentina, Juan Carlos Alesina. El abogado afirma que las leyes que promueve la OMPI incentivan y favorecen directamente la producción cultural. “Las leyes de propiedad intelectual salvan de la copia y el plagio a obras científicas, artísticas y de software, y si uno observa con atención, descubre que son los países con mayores protecciones los que desarrollan un trabajo creativo más dinámico y económicamente rentable. Por eso el caso de la industria cinematográfica es muy ilustrativo, porque Paraguay no produce lo mismo que Francia o Argentina, y eso no es casual.” Alesina destaca que la Argentina, como nación generadora de contenidos –telenovelas, obras literarias, películas– no debería dejar pasar la oportunidad de fortalecer su legislación. “De otra forma podríamos perder una oportunidad histórica”, remata.
Los apoyos y cuestionamientos recorren el mundo y las diferencias están lejos de zanjarse. La propia estructura económica de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual no deja de suscitar críticas, dado que la mayoría de los fondos que maneja la institución provienen de pagos percibidos por asesorar a grandes empresas. Marcelo Di Pietro, director adjunto de la oficina para América latina y el Caribe de la entidad, se ataja: “En definitiva, somos un organismo intergubernamental de Naciones Unidas. Los únicos que tienen voto aquí son los Estados y sus funcionarios, de forma que los comentarios sobre la influencia que puedan tener las empresas no deberían tener peso. Además, son muchas las ONG que se han incorporado en los últimos años como observadoras. Algunas muy críticas, otras no. Con casi la totalidad de ellas tenemos una convivencia enriquecedora”.
Lo cierto es que en los últimos veinte años la OMPI cuadruplicó su personal y quintuplicó su presupuesto, en medio de un ciclo económico en el que la educación, la industria del entretenimiento y la ciencia emergen como los principales generadores de riqueza. El dato no escapa a los analistas de Vía Libre, que opinan que “cuando un Estado tiene entre veinte y treinta lobbistas para negociar un tratado, entre los cuales muchas veces los voceros de las corporaciones son parte de las delegaciones, las instituciones de esta especie tienden a convertirse en un emergente más de la crisis de los Estados nacionales, espacios que funcionan como marco de negociación empresarial en vez de representar los intereses de la ciudadanía”.
Otra de las discusiones clave que atraviesan hoy a la OMPI tiene que ver con la forma en que se está abriendo el abanico de bienes que pueden patentarse y, por lo tanto, apropiarse. No sólo se están patentando organismos vivos, sino también algoritmos matemáticos y hasta conocimientos tradicionales. China, India y Brasil pusieron el grito en el cielo ante esta nueva ola, dado que sus culturas milenarias los convierten en víctimas frecuentes de otra piratería, que tiene menos prensa: la de las empresas que se ocupan de recopilar conocimientos usados durante milenios por diferentes pueblos, luego los registran y finalmente los “privatizan”, negando a las comunidades el usufructo de sus propias tradiciones, en lo que bien podría entenderse como una nueva y ¿final? forma de conquista colonial.
Para Di Pietro, el modelo que promueve la OMPI tiene imperfecciones pero merece ser salvado. “Hace diez años que estamos trabajando alrededor de esos problemas”, observa. Tal como está planteada la legislación internacional, si una persona “roba” un conocimiento ancestral a una comunidad y lo patenta, esa comunidad debe demostrar, para ganar el pleito, que utilizaba ese saber desde antes que se estableciera ese registro. Un mecanismo engorroso y caro, teniendo en cuenta que en muchos casos la situación en la que se encuentran los pueblos originarios es desesperante. No obstante, Di Pietro confía en que poco a poco se encontrará un mecanismo que armonice los intereses de todos.
En contraste, Busaniche cree que es la misma OMPI la que contribuye y probablemente seguirá contribuyendo a la generación de este tipo de conflictos. “Meter bajo el mismo concepto de ‘propiedad’ creaciones tan diferentes como una novela, una tradición o una semilla no nos ayuda en nada”, opina. “Hay que diseccionar este modelo –agrega–; de otra forma se seguirá poniendo en condiciones de ilegalidad a un alto porcentaje de nuestras poblaciones.”
Ni la literatura ni el cine ni la música están fuera de esas tendencias. Y si uno de los postulados centrales de la llamada “sociedad del conocimiento” es que en el mundo posindustrial el patrimonio cultural es clave para el desarrollo, nunca estuvo tan claro que la forma en que se administre ese capital influirá directamente sobre el éxito o el fracaso de los países más pobres, donde muchos comen dos o tres días por el mismo precio que tiene un compact disc original o una entrada al cine.