Publicado en Crítica de la Argentina en su edición del 25 de junio de 2008 bajo el título “En defensa de pata de palo”.
De una simple regulación industrial…
Quizás el primer conflicto documentado entre la industria cultural y un grupo heterogéneo que hoy en honor a la brevedad (pero no a la exactitud) sería estigmatizado con el nombre de “piratas”, haya tenido lugar en Gran Bretaña a fines del siglo XVII. La imprenta de tipos móviles, popularizada y perfeccionada luego de algunos siglos, permitía la producción seriada de libros; el avance de la alfabetización junto al desarrollo de determinados sectores sociales (una burguesía floreciente, una burocracia gubernamental en expansión) dio paso a un mercado ávido de estos bienes sofisticados.
En aquel entonces los editores londinenses reclamaban derechos exclusivos de publicación a perpetuidad cuando adquirían un original. Pero lejos de Londres otros imprenteros ignoraban este novedoso reclamo y ponían a la venta los mismos libros a un precio que no incluía el impuesto monopólico que se cobraba en la metrópolis.
La pretensión de los editores era, en efecto, novedosa. Antes del invento de Johannes Gutenberg no existía ninguna restricción sobre la copia de libros: aquellos pocos que accedían a un libro y sabían leerlo eran libres de copiarlo si es que el tiempo y las ganas se lo permitían. Ni el anglosajón copyright ni su primo continental, el derecho de autor, existían antes del conflicto desatado por los libreros londinenses y su exigencia de eterno monopolio sobre los libros que editaban.
La reina Ana de Estuardo quizás haya creído que sería recordada por la unificación de Inglaterra y Escocia en la Gran Bretaña, sin embargo hoy es mencionada más asiduamente en referencia al llamado “Estatuto de la Reina Ana”, que entra en vigencia en 1710 y pretende zanjar aquél conflicto fundacional: los libreros tendrían derechos exclusivos de publicación pero limitados en el tiempo, 14 años prorrogables por 14 más en caso de que el autor tuviera la fortuna de continuar con vida.
Desde esa primer ley que restringe la posibilidad de copiar una obra (en este caso, literaria, pero con el avance de la tecnología se iría expandiendo a otros campos) la ecuación teórica fue más o menos la siguiente: los ciudadanos renuncian a su derecho de copiar y a cambio facilitan -y se benefician con- el desarrollo de una industria editorial. Y para limitar los abusos que se derivan de todo monopolio, se lo restringe en el tiempo. Precisamente, que esta norma creara monopolios fue fuente de dudas entre los constitucionalistas norteamericanos, que a pesar de sus recelos terminan adoptando una ley de copyright con plazos idénticos a los de la Gran Bretaña.
Cierto es que resignar el derecho de copiar no constituía un gran renunciamiento: para copiar con eficacia se requería un aparato industrial que no estaba al alcance del lector entusiasta. Es que, en rigor, se trataba de una regulación de carácter industrial, que establecía las condiciones de competencia entre las empresas editoriales.
… a la pesadilla de Orwell
Desde aquél lejano siglo XVIII hasta hoy las cosas han cambiado. Durante el último siglo el plazo de exclusividad ha ido creciendo: en los Estados Unidos se denomina Ley Mickey Mouse porque cada vez que el ratoncito está por ingresar al dominio público el período de explotación exclusiva crece por una reforma oportuna; de seguir repitiendo estos estirones, tenderá a la eternidad. Si bien hay variantes a lo largo del planeta, actualmente el piso suele ser de setenta años después de la muerte del autor. Hoy la prohibición de copiar una obra se reclama como derecho natural por parte de la industria, especialmente la musical -no como un regulación industrial cuyo fin era el bien común- y se exige el endurecimiento de las penas y del control. Al mismo tiempo, ya ha dejado de ser necesario un aparato industrial para copiar textos y tampoco para producir, editar y distribuir música o multimedia. Antes la sociedad resignaba un derecho que apenas podía ejercer, hoy que puede ejercerlo todo indica que ha decidido recuperarlo. Cada día más gente descarga archivos de música o multimedia de internet a pesar de la creciente amenaza mediática.
¿Tiene sentido profundizar un conjunto de instituciones normativas que se desarrollaron en un contexto tan distinto? ¿Puede controlarse con eficacia el intercambio y copia de archivos que desde la industria se equipara al asalto de barcos y asesinato de personas?
La respuesta corta es “no”: no es posible controlar el intercambio y copia de archivos a menos que se diseñe una estructura de vigilancia que arrase con derechos civiles elementales como la privacidad de las comunicaciones. Hay algunos países que han cedido a esa tentación, contrariando su propia historia de defensa de los derechos individuales: uno de ellos, los Estados Unidos de George Bush, ha sancionado una pomposa “Ley de Copyright del Mileno Digital“ (DMCA), que convierte en ilegal casi todo lo que se haga con texto, música, multimedia, software o lo que sea que se encuentre en soporte digital. Días atrás, una universidad que investigaba cuán fiables eran unos aparatos de voto electrónicos, fue intimada por los fabricantes para que detuviera sus investigaciones so pena de demandarla por violación a la DMCA. Increíble pero real: la exacerbación de las restricciones del copyright lleva a que los ciudadanos ni siquiera puedan intentar averiguar qué hay dentro de la urna donde depositan sus votos.
Más romántica pero no menos preocupante ha sido la actitud del presidente francés, Nicolas Sarkozy, quien conoció a quien sería su futura esposa en una reunión con artistas y discográficas que pretendían más control sobre las descargas de música por internet. En el publicitado cortejo que siguió a esa reunión, Carla Bruni recibió de su amante no sólo rosas, chocolates y anillos de boda, sino también los acuerdos Oliviennes, una resolución que permite controlar la actividad que realizan los ciudadanos por internet.
Italia, en cambio, ha puesto un freno a semejante desmesura, y hace pocos días la Autoridad Italiana para la Protección de la Privacidad ha declarado que “monitorear la actividad de los usuarios de internet para ver si intercambian archivos por ese medio es una violación al secreto de las comunicaciones privadas”.
Es que desde que la consigna “libertad, igualdad, fraternidad” vio la luz, también se consagró el principio de que los derechos civiles tienen mayor alcance y jerarquía que los intereses sectoriales. La industria musical, gran protagonista de estos avatares, ha sido calificada como “una vieja esclerótica” hasta por el personaje que protagoniza la cruzada antipiratería en España, el inefable Ramoncín. Y es que en lugar de reinventarse a sí misma, la vieja esclerótica ha puesto todas sus energías en recrear artificialmente el contexto previo a la última revolución tecnológica para seguir medrando con un negocio definitivamente obsoleto.
Por favor, pirateen mis canciones
Los músicos la tienen mucho más clara. Los de la punta de la pirámide alzan su voz indignada contra estos seres de parche en el ojo y pata de palo, sin reparar en el detalle de que se trata de sus propios seguidores a quienes insultan. Pero los de la ancha base del mundo musical, aquellos que no han sido (aún) bendecidos por las mieles del éxito masivo, saben que su negocio consiste en que mucha gente los escuche, no en vender más discos que les significan, con suerte, unos pocos centavos. Un músico español ha publicado un texto ya convertido en manifiesto, su título es revelador: “Por favor, pirateen mis canciones“. Sabe que su chance de sobrevivir con su arte consiste en que más gente vaya a sus conciertos, da lo mismo que sus fans se enamoren de su música con copias legales o piratas.
En la Argentina, quienes sabían esto muy bien dos décadas antes del P2P eran los Redondos: en la misma disquería donde comprabas la entrada a sus recitales, te vendían el cassette “pirata” tomado directamente de la consola, multiplicando el público y generando una mística que no ha tenido otra banda del rock vernáculo. Cuando más tarde lanzaron sus discos “no piratas”, también entendieron antes que nadie de qué se trataba, y vestían el disco compacto con una obra de arte de Rocambole. No tener el disco original equivalía a tenerlo incompleto, nadie quería una copia despojada del arte de tapa.
Más lejos de estas pampas pero más cerca de estos días, el grupo británico Radiohead lanzó su disco In rainbows sin el auxilio de una discográfica; lo puso en un sitio de internet al alcance de cualquiera y al costo de una contribución voluntaria. La banda nada ha dicho acerca de la recaudación final, pero nadie duda que ha sido varias veces mayor que el mejor contrato que podían obtener de la industria. (Nota al margen: el tiempo pasa para todos. El Indio Solari, en ocasión de la salida de su último disco, se ha quejado de quienes lo copian y le “roban su propiedad intelectual”. Curiosa frase que no le hace justicia a su propia historia. También ha comentado el éxito de In rainbows. Su discurso, otrora sofisticado y profundo, hoy quejosa y superficial letanía, no ha ido más allá del “acá no funcionaría porque son todos chorros”.)
El negocio de la música no es lo único que ha sido afectado por las nuevas tecnologías y por esta moda de sumar restricciones. También todo aquello susceptible de ser contenido por un soporte digital: el conocimiento, la información y cada expresión particular de la técnica cultural de nuestra era, el software. Sin embargo, las reacciones se multiplican y organizan: el software libre cumple más de veinte años y es una amenaza real a los monopolios de la información, la Wikipedia ya no es una aventura alocada y se ha convertido en la mayor colección de información y conocimiento de la historia de la humanidad; surgen alternativas al rígido y obsoleto sistema de “todos los derechos reservados”, como Creative Commons, que flexibilizan, amplían y personalizan los permisos que el autor le concede al usuario o consumidor de su obra.
¿Cuál será el camino? ¿Aumentar restricciones de utilización y copia o tomar en cuenta los nuevos usos socialmente difundidos y aceptados respecto de la distribución de estos bienes? ¿Construir un sistema de vigilancia inédito para perseguir a quienes evaden esas restricciones o aprovechar las novedosas tecnologías para garantizar acceso universal al conocimiento y a la cultura? ¿Generar escasez (y por ende, oportunidad de negocios) mediante el recorte artificial de bienes abundantes o buscar nuevos negocios en el entorno tecnológico del siglo XXI (y no del siglo XVII)? ¿Estará amenazada la cultura debido al intercambio sin control, o el verdadero peligro estará en el intento de impedir re-utilizarla (o re-crearla o simplemente compartirla)? Quién sabe: quizás juegue también en esto la concepción que tenga cada quién del arte y de las ciencias. Hay quienes ven el desarrollo de las artes y el conocimiento como un fenómeno impulsado por el genio e inspiración individual de artistas y científicos, y quienes lo ven como un fenómeno social en necesario e intenso diálogo con la historia y con la época. O quizás el debate sea menos sofisticado y sólo estemos discutiendo quién se queda con la porción grande de la torta.
Addenda 1
¿Qué dicen las entidades gestoras de derechos de autor en la Argentina? La Cámara Argentina de Productores de Fonogramas y Videogramas (CAPIF), representa la voz pública más activa en la denominada “lucha contra la piratería”. Periódicamente realiza una serie de presentaciones judiciales contra personas que detectan intercambiando archivos y da profusa difusión a los acuerdos extrajudiciales alcanzados, si bien no se conoce hasta el día de hoy que algún juez haya dictado sentencia.
Dice CAPIF:
CAPIF desarrolla una acción constante contra la piratería de música con el propósito de que la creatividad artística, el esfuerzo de producción y la inversión sean posibles y exista una industria argentina de la música.
- 1 de cada 2 discos que se venden en Argentina es pirata.
- En los últimos 6 años, la venta de discos legales cayó a la mitad.
- Se redujeron fuentes de trabajo genuino.
- El Estado pierde ingresos porque la piratería no paga impuestos.
- Los autores, compositores e intérpretes no cobran regalías por sus creaciones musicales vendidas en forma ilegal
En el mismo sitio se encuentra el informe del mercado de la música durante el año 2007. Entre otras cifras destacadas, se observa que la industria ha crecido al 9,6 % anual. No parece un mal índice para estar viviendo en semejante zozobra.
Addenda 2
Las cámaras del sector lanzan cada tanto gacetillas de prensa con cifras que visten la catástrofe. CAPIF suele mencionar los millones que pierde el sector. Debe notarse que el cálculo de pérdidas se realiza suponiendo que cada canción descargada de internet equivale a un álbum que deja de venderse. Se trata de una hipótesis al menos aventurada: un estudio de la Universidad de Carolina del Norte que puede conseguirse en Internet (“The effect of file sharing in record sales”) indica que el efecto del intercambio de archivos mediante redes P2P es “indistinguible de cero”. Incluso sugiere exactamente lo contrario al clamor de la industria: muchos discos no hubieran sido comprados si quienes se acercaron a las disquerías no lo hubieran escuchado previamente gracias al uso de redes P2P.
* Patricio Lorente es Presidente de Wikimedia Argentina, amigo y colaborador de Fundación Vía Libre.
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