¿Amasar fortunas o cultivar riquezas?

Otras ponencias presentadas en la Conferencia realizada en México DF los días 22 y 23 de octubre de 2004. Fotos e impresiones de la conferencia

I think that to try to own knowledge, to try to control whether people are allowed to use it, or to try to stop other people from sharing it, is sabotage. It is an activity that benefits the person that does it at the cost of impoverishing all of society. One person gains one dollar by destroying two dollars”ï¿œ worth of wealth. I think a person with a conscience wouldn”ï¿œt do that sort of thing except perhaps if he would otherwise die. Richard M. Stallman

Introducción Thomas Jefferson dijo alguna vez que “si la naturaleza ha creado alguna cosa menos susceptible que las demás de ser objeto de propiedad exclusiva, esa es la acción del poder del pensamiento que llamamos idea, algo que un individuo puede poseer de manera exclusiva mientras la mantenga guardada. Sin embargo, en el momento en que se divulga, se fuerza a si misma a convertirse en posesión de todos, y su receptor no puede desposeerse de ella. Su peculiar carácter es también tal que nadie posee menos de ellas porque otros posean el todo. Aquel que recibe una idea mía, recibe instrucción sin mermar la mia, del mismo modo que quien disfruta de mi vela encendida recibe luz sin que yo reciba menos. El hecho de que las ideas se puedan difundir libremente de unos a otros por todo el globo, para moral y mutua instrucción de las personas y para la mejora de su condición, parece haber sido concebido de manera peculiar y benevolente por la naturaleza, cuando las hizo, como el fuego, susceptibles de expandirse por todo el espacio, sin ver reducida su densidad en ningún momento y como el aire en el que respiramos, nos movemos y se desarrolla nuestro ser físico, incapaz de ser confinadas o poseídas de forma exclusiva. Las invenciones, pues, no pueden ser, por naturaleza, sujetas a propiedad”.

Esta clásica cita de Jefferson nos muestra que las “ideas” no pueden, por su propia naturaleza, estar sujetas a “propiedad”. Muchos intereses han intentado contraponerse a esa naturaleza “imposeíble” de las ideas, en algunos casos con cierto grado de éxito, instalando nociones erróneas como el concepto de “propiedad intelectual”.

Jefferson parte del concepto de que las ideas no son “excluyentes”, es decir, que el hecho de que yo tenga una idea y la comparta, no me excluye de la idea, sigo teniendo la misma al igual que quien la ha recibido. Una vez que una idea se divulga, nadie puede detenerla. Esto es cierto en un sentido, pero no en todo. Si bien la naturaleza de las ideas las hace libres y de distribución ilimitada en determinados medios físicos, existen innumerables mecanismos desarrollados por el hombre para que las “expresiones” de esas ideas si resulten excluyentes. Dependiendo de la tecnología utilizada para cada caso, se puede decidir sobre el acceso o no a determinada información.

Por otro lado, las ideas no se degradan por su uso y distribución. Las ideas no se consumen, sino que su divulgación reproduce y engendra más y más ideas. Nada en este mundo es pasible de abundancia tal como las ideas.

Sabemos que de lo que se trata en definitiva es de la administración de las “expresiones” de las ideas en el caso del copyright y de la “aplicación” de las ideas en el caso de las patentes. Un enorme cuerpo jurídico forma parte de todo el espectro de lo que podríamos denominar el “derecho intelectual”, cuya finalidad original, demasiadas veces olvidada, es la promoción de la innovación y la generación y difusión del conocimiento, no su privatización exclusiva y excluyente.

Empecemos a trabajar estos conceptos y sus relaciones con el derecho al libre acceso a la información y a la libre participación en “la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.” [2]

La distribución geopolítica del conocimiento, la “economía” del mismo y las relaciones que se establecen en los marcos jurídicos que sostienen el status quo en materia de derecho intelectual tienen directo impacto sobre las culturas, las economías y los derechos de los ciudadanos y ciudadanas de todos los países del planeta. Ciencia, tecnología, salud, biodiversidad, derecho a la información y participación ciudadana son algunas de las áreas cruciales en juego. Nos enfrentamos a una creciente monopolización del conocimiento, a barreras inexplicables e injustas para que enormes masas de población accedan a medicamentos esenciales para su supervivencia, con un fuerte estancamiento del dominio público, con condiciones leoninas para autores e intérpretes que desean publicar y divulgar sus obras y con una creciente defensa de las multinacionales que “administran” la cultura y el conocimiento en favor de sus propias ganancias y en contra del interés público.

Vivimos en un mundo en el cual los EEUU solos perciben el 57% de los royalties y las patentes del mundo, mientras que todos los países en desarrollo juntos, concentrando el 85% de la población del planeta perciben sólo el 2% de esos royalties [3].

Es lógico y razonable que quien investiga y desarrolla innovaciones reciba recompensas que fomenten la continuidad en la innovación. Pero no es razonable que se impongan límites jurídicos leoninos al conocimiento, que por su naturaleza no es escaso, privando a millones de personas de los beneficios de los avances científico técnicos como logros y derechos de la humanidad.

Sin embargo, este es sólo uno de los aspectos involucrados en esta problemática, otros ejes son estratégicos y no se deben perder de vista: las regulaciones a partir de código y el libre acceso a la información. A lo largo de este trabajo dejaremos planteados estos tres temas: Las trampas de la mal denominada “propiedad intelectual” (incluyendo el marco jurídico que cubre al software), las regulaciones a partir de código y el acceso abierto como nuevo paradigma de libre acceso a la información.

Sobre la mal denominada “propiedad intelectual” y por qué debemos evitar esta expresión

La expresión “propiedad intelectual” es una excelente terminología para el marketing, sobre todo para aquellos que desean equiparar las ideas y sus expresiones a los bienes materiales. Hablar de “propiedad intelectual” es asumir el hecho que el mismo Jefferson rechazaba: la noción de que las ideas pueden convertirse en propiedad (sea colectiva, pública, privada o individual).

Las obras del intelecto no son asimilables en su naturaleza y potencialidades a las propiedades materiales: equipararlas es tomar una posición histórica e ideológicamente determinada.

Lamentablemente el marketing de la “propiedad intelectual” avanzó lo suficiente como para instalarse en el sentido común discursivo y dar origen incluso a una organización internacional de la “propiedad intelectual”, la OMPI. El hecho de que esa organización se denomine así, es de por si, una opción política inaceptable y discutible.

Existen ya algunas iniciativas como la Declaración de Ginebra sobre el futuro de la OMPI [4] y otras iniciativas aún superadoras de esta declaración que proponen la creación de una Organización Mundial de la Riqueza Intelectual [5] entendiendo que el nombre propio de la organización marca y delimita su accionar en favor de posiciones que no favorecen la abundancia, promoción y distribución de conocimiento e innovaciones limitando su accionar a las viejas respuestas en materia de “propiedad” de las ideas.

La declaración por la OMRI (WIWO por sus siglas en inglés, World Intelectual Wealth Organization) indica que “una Organización Mundial de la Propiedad Intelectual , comprensiblemente, siempre se inclinará a aplicar el juego de monopolización preconcebido al que se refiere como Propiedad Intelectual; un término que encontramos como cargado ideológicamente y peligrosamente ajeno a las diferencias significativas que existen entre las muchas áreas de la ley que pretende subsumir. Aunque puede contemplar formas de concesión de monopolios, semejantes a la propiedad, mejores y posiblemente más sostenibles socialmente, la OMPI no lo tendrá fácil a la hora de buscar soluciones alternativas. La OMPI no es lo que necesitamos. Necesitamos una Organización Mundial de la Riqueza Intelectual, dedicada a la investigación y promoción de formas nuevas e imaginativas de estimular la producción y diseminación del conocimiento. Otorgar monopolios limitados y control limitado sobre ciertos tipos de conocimiento puede ser parte de los instrumentos de estas nuevas organizaciones, pero no el único, y puede que incluso no el más importante.”

Pero mas allá de lo que la propia expresion “Propiedad Intelectual” conlleva en si misma, hay que destacar otra de sus gruesas falencias: los denominados “regímenes” de “propiedad intelectual” no hacen otra cosa que englobar formas diferentes, en muchos casos de naturaleza totalmente divergente en materia jurídica.

Sin embargo, los intereses políticos y económicos en que esta confusión de mantenga son claros. Por ejemplo, el “glosario” de términos relacionados a la “propiedad intelectual” publicado por el Departamento de Estado Norteamericano en su sitio web es lo suficientemente explícito en la confusión. Veamos sus conceptos: “Se entiende por “Propiedad intelectual” a las ideas y expresiones creativas de la mente humana que poseen valor comercial y reciben la protección legal de un derecho de propiedad”Š.” [6]

Esto contradice la propia constitución de los EEUU que reza cláramente en su artículo 1, sección 8, párrafo 8 que se otorga al Congreso el poder para “promover el progreso de las ciencias y las artes aplicadas, garantizando, durante un tiempo limitado, a los autores e inventores el derecho exclusivo sobre sus respectivos escritos o descubrimientos”. Notable es que la propia Constitución Norteamericana otorga al Congreso la facultad de regular los derechos intelectuales sobre las obras, pero con diferencias sustanciales sobre la propiedad material ordinaria, es decir, no les concede a los autores e inventores el derecho de “propiedad” de sus escritos y descubrimientos sino derechos exclusivos por tiempo limitado.

Así, esto no constituye “propiedad” en el sentido ordinario del término, sino solo ciertos derechos reservados por cierto tiempo limitado. Pasado ese tiempo, que se estipula por ley, la obra intelectual pasa a formar parte del dominio público. Ciertamente es el bien público el que está en juego y por eso los constitucionalistas de muchos países han tomado esos recaudos que el marketing de los DPI (Derechos de Propiedad Intelectual) vulnera sistemáticamente.

Antes que utilizar la expresión “propiedad intelectual” es preferible apelar directamente a las diferentes formas jurídicas relacionadas al derecho intelectual como son las patentes, los copyrights y las marcas. Todas estas formas difieren mucho unas de otras y conforman formas diferentes del derecho intelectual vigente. De lo contrario, se cae siempre en una generalización imprudente que logra un objetivo básico: reducir la discusión a la noción de que las ideas son apropiables, vendibles y comprables al igual que los bienes físicos, perdiendo e ignorando la esencia del derecho intelectual y todo el marco de consecuencias que esto tiene sobre el dominio público y los Derechos Humanos.

Esta confusión deliberada nos ha llevado a la situación actual, donde la geopolítica del conocimiento marca una brecha formidable entre los pueblos del mundo, donde unos pocos pretenden monopolizar el conocimiento y donde la ley parece hecha para mantener esa brecha lo más profunda posible. La brecha del conocimiento se profundiza en la medida que se adoptan normas regresivas en materia intelectual.

Apartado el concepto erróneo de “propiedad intelectual”, podemos avanzar sobre las diferentes formas conocidas del derecho vigente y analizar sus consecuencias en el marco del libre acceso a la información y específicamente a un eje crucial, el software.

¿Qué es el software? ¿Qué marco jurídico lo regula?

El software es básicamente y para decirlo cláramente: texto. Es texto imperativo escrito por programadores, en un lenguaje de programación determinado para dar órdenes a una computadora.

El software como texto es lo que conocemos como código fuente, que luego se compila para obtener lo que se denomina “binario” o “ejecutable”, es decir, el software que la máquina comprende, una “traducción” del texto fuente a lenguaje de máquina. Tenemos entonces, el fuente y el ejecutable. Sin embargo, la denominada “industria” del software nos ha acostumbrado a fuerza de marketing, a pensar el software solo como el binario, es decir, el ejecutable y nos ha privado de nuestro derecho a conocer la esencia funcional del software, su texto fuente.

El binario no es legible para los humanos, sólo el fuente puede ser considerado texto accesible para los humanos. Sólo desde el fuente se puede leer qué órdenes lleva impresas ese software y cuáles son las instrucciones que tiene escritas. Sólo accediendo al fuente, las personas podemos entender lo que el software hace.

Por otro lado, vale aclarar otro concepto importante: el software no se vende a los usuarios finales, sino que se le otorgan “licencias de uso”. Esas licencias nos dicen qué podemos y qué no podemos hacer con el software. Pero por cierto, definitivamente, no podemos comprarlo como si fuera una “cosa”(de hecho no lo es). Lo que puede comprarse o venderse son los derechos sobre el código (en los casos en los que una empresa compra desarrollos de otra por ejemplo), o licencias de uso, donde el que vende la licencia conserva los derechos sobre el código.

Existen diferentes modelos de distribución de software según sus términos de licenciamiento, es decir, las diferencias son jurídicas más que técnicas.

El software libre, según la definición de la Free Software Foundation es aquel software que garantiza cuatro libertades:

– La libertad de usar el programa, con cualquier propósito (libertad 0).

– La libertad de estudiar cómo funciona el programa, y adaptarlo a tus necesidades (libertad 1). El acceso al código fuente es una condición previa para esto.

– La libertad de distribuir copias, con lo que puedes ayudar a tu vecino (libertad 2).

– La libertad de mejorar el programa y hacer públicas las mejoras a los demás, de modo que toda la comunidad se beneficie. (libertad 3). El acceso al código fuente es un requisito previo para esto. [7]

El software que no respeta alguna de estas cuatro libertades es lo que denominamos “software privativo”[8], porque priva a sus usuarios de ciertos derechos inherentes a la libertad del software.

En ningún caso se entiende el software como un asunto de costos o gratuidad, sino de marco de derechos y libertades que se otorgan o no a sus usuarios y desarrolladores.

En ambos casos, el software está contemplado bajo las leyes de copyright o derechos de copia. En la mayoría de los países que suscriben el Convenio de Berna sobre derechos de autor, el software está contemplado bajo la misma legislación de derechos de autor que contempla a los libros, las obras musicales, las pinturas, y demás obras artísticas.

Este marco jurídico mantiene el monopolio y las restricciones de copia sobre el software por el tiempo de vida de su autor y para sus herederos durante los 50 años posteriores a su muerte. En materia de software, esta cifra ronda el ridículo. Además de permitir la cobertura de este derecho a binarios, imposibilitando la “lectura” del software y clausurando el conocimiento “encerrado” en él.

Otorgar licencias de uso sobre el binario, sin mostrar los fuentes es lisa y llanamente privar a la ciudadanía y los Estados de acceso a la información contenida en ese software. Se niega el acceso a la información y por términos de licenciamiento, se prohibe su estudio, adaptación y modificación.

¿Qué dice el acuerdo ADPIC en relación al software? ¿Cuáles son sus consecuencias?

Este acuerdo estipula una serie de reglas que regulan los derechos intelectuales relacionados al comercio en el marco de la Ronda Uruguay del GATT. La novedad que incorpora el ADPIC es la cobertura de los campos tecnológicos, en particular en el área farmacéutica y la de programas de computadoras (software) que con anterioridad carecían de cobertura en varios países del mundo.

En ese marco, el acuerdo sobre los aspectos de los derechos de propiedad intelectual relacionados al comercio (también conocido como acuerdo TRIPS) indica en su artículo 10 sobre programas de ordenador y compilaciones de datos que:

1. Los programas de ordenador, sean programas fuente o programas objeto, serán protegidos como obras literarias en virtud del Convenio de Berna (1971).

2. Las compilaciones de datos o de otros materiales, en forma legible por máquina o en otra forma, que por razones de la selección o disposición de sus contenidos constituyan creaciones de carácter intelectual, serán protegidas como tales. Esa protección, que no abarcará los datos o materiales en sí mismos, se entenderá sin perjuicio de cualquier derecho de autor que subsista respecto de los datos o materiales en sí mismos.

El ADPIC no sólo incurre en el ya criticado error de asimilar el trabajo intelectual al marco de la propiedad ordinaria, sino que además reproduce la falacia de equiparar el fuente con el objeto, es decir, el ejecutable con el código, en tanto obras intelectuales, permitiendo así que se amparen bajo derechos de autor obras de las que no se conoce el texto fuente (esto no ocurre en ninguna otra forma de obra intelectual conocida y amparada por estas normas) encerrando todo conocimiento que pudiera desprenderse de esa obra intelectual y contribuyendo a que se mantenga en el más oscuro de los secretos (privando no sólo al mundo del conocimiento inherente a esa obra, sino además, del derecho a conocer realmente lo que el software realiza, con ya probadas consecuencias sobre el derecho a la intimidad, la seguridad y promoviendo la dependencia tecnológica frente al derecho habiente por un lapso de tiempo ilógico).

La consecuencia más directa y observable de este tipo de acuerdo es que en lugar de promover la divulgación y transferencia de conocimiento, asegurando cierto monopolio limitado de derechos a su autor para promover la innovación, se encierra el conocimiento en una caja negra asegurando regalías a la empresa que monopoliza el derecho de copia por un tiempo exhorbitante e impropio del campo tecnológico, sin que se garantice el acceso al conocimiento contenido en él y mucho menos que ese conocimiento se divulgue o entre al dominio público en tiempos medianamente realistas como para que esto tenga algún sentido.

Contradice esto la lógica de la promoción de los derechos intelectuales: fomentar la innovación y promover el desarrollo de conocimiento. Lo único que hace es garantizar ganancias basadas en medios extorsivos (unos pocos han amasado fortunas gracias a medidas de este tipo) sin que el conocimiento se divulgue. Y como si esto fuera poco, no sólo se violenta el bien común, sino que se atenta contra los derechos de quienes utilizan los programas de ordenador en tanto no pueden ”ï¿œ so pena judicial ”ï¿œ revisar lo que efectivamente ejecutan sus computadoras.

Es claro que los programas de ordenador requieren legislación propia que fomente su difusión y el aprendizaje a partir del trabajo realizado. El marco jurídico del software libre, considerando particularmente los términos de licenciamiento contemplados bajo la GPL (General Public Licence) aparecen como propuesta factible montada sobre el corpus jurídico vigente, para dar libertad a los desarrolladores para mantener la lógica del conocimiento y la divulgación científica, fomentar la innovación y respetar el derecho de la ciudadanía a conocer qué es lo que el software efectivamente hace, aprender de él, compartirlo y divulgarlo: únicas formas de reducir las brechas mencionadas en materia de conocimiento.

Otra consecuencia del ADPIC es el impacto de su implementación sobre las economías de los países en desarrollo, que a partir de este acuerdo fueron obligados a legislar a nivel local normas que sólo benefician a las pocas multinacionales del software que prácticamente monopolizan el mercado mundial. Las modificaciones implementadas en los últimos años sobre las legislaciones de derechos de autor en países como Argentina, por ejemplo, no han hecho más que convertir a grandes masas de usuarios de computadoras en “delincuentes”, sin prever las consecuencias de una ley semejante.

En paralelo a eso, vale aclarar que no se registra en estos casos ninguna forma de transferencia científico técnica, ni se establecen relaciones equitativas en esta materia. Súbitamente, tanto ciudadanos como administración pública sufren la imposición de un nuevo gravamen global: las licencias de software privativo.

Las consecuencias negativas del ADPIC en las economías nacionales y en la soberanía de los países son enormes.

Un peligro mayor: las patentes sobre el software

Sin embargo, el marco del ADPIC y las leyes de derechos de autor aplicadas al software no son el mal mayor. Una amenaza creciente constituyen las patentes sobre el software, aplicables ya en varios países, especialmente en los EEUU, contempladas en la mayoría de los acuerdos de libre comercio que propugna ese país (como el ALCA por ejemplo) y en discusión actualmente en el marco de la Unión Europea.

Una patente es una concesión emitida por un gobierno a un inventor que excluye a otras personas de fabricar, usar o vender un invento que éste declare como propio. Es un monopolio limitado sobre la “aplicación” de una idea. Según el acuerdo ADPIC, las patentes tienen 20 años de duración a partir de la fecha de solicitud. Para recibir una patente, el invento debe ser original, novedoso, no obvio y útil. Su objetivo, en teoría, es fomentar el desarrollo tecnológico, no limitarlo ni ponerle trabas.

¿Dónde está el peligro? Es claro que todas estas legislaciones tienen dos caras: beneficiar a quien innova y beneficiar a la sociedad. Por tanto, ninguna legislación debe ser aprobada si no se equilibra la necesidad y el bien social con el beneficio particular.

En materia de software, los más grandes avances informáticos se han hecho por fuera de la legislación de patentes. Es más, las leyes de copyrights y marcas son absolutamente suficientes y hasta exageradas para preservar los derechos de los autores. Si las patentes se asignan para promover la innovación en un área dada, en el caso del software esto es claramente innecesario y los riesgos asumidos son de una gravedad enorme.

El área de desarrollo de software es muy dinámica, agregar este tipo de legislaciones es aplicar trabas a medida de las grandes corporaciones, únicas capaces de litigar en los estrados judiciales para defender sus patentes.

Como suele decir Richard Stallman, las patentes constituyen un campo minado para el software. En un programa hay cientos de ideas aplicadas, por tanto es imposible desarrollar software sin violar alguna norma de patentes. Además, las patentes de software dependen siempre de una tercera parte que medie en ellas, una oficina de patentes o alguna organización similar que atraviesa una burocracia en el camino de la innovación.

La legislación de patentes especifica la asignación monopólica de la aplicación de una idea a un particular o empresa, aún cuando se pueda probar fácilmente que jamás se ha escuchado o visto esa aplicación, el monopolio excluye la posibilidad de que a alguien más se le hubiera ocurrido lo mismo, y privilegia a quien llegó primero a la oficina de patentes.

Para los innovadores, no son más que una trampa: la velocidad de desarrollo se vería trabada a diario por la necesidad de investigar las patentes vigentes y evitarlas, mientras que a la par, cada idea puesta en práctica debería ser también patentada. El proceso de desarrollo se volvería engorroso por el lado que se lo mire, en particular y especialmente para las pequeñas y medianas empresas, cooperativas y desarrolladores individuales que trabajan en el área de software.

La introducción de patentes de software no hace más que inclinar la balanza hacia el lado de los más poderosos, para el caso, las pocas corporaciones que ya gozan de nichos monopólicos de software. La dinámica de la economía mundial debe tender a eliminar estas ineficiencias económicas, en vez de profundizarlas.

Sin ir más lejos, las patentes de software son el enemigo principal del modelo de software libre. Por tanto, son de interés crucial para las grandes empresas que pretenden erradicar la libertad del software de la faz de la tierra.

Una patente sólo debe adjudicarse en caso de que esté probado que el monopolio temporal sobre esa técnica beneficia a la sociedad en su conjunto. En el caso del software hay sobradas pruebas en contrario.

El prestigioso académico Donald Knuth, en su ya famosa carta a la oficina de patentes de los EEUU dijo en forma muy gráfica “el congreso decidió sabiamente hace mucho tiempo que las entidades matemáticas no pueden ser patentadas. Claramente, nadie podría aplicar las matemáticas si fuese necesario pagar un valor por una licencia cada vez que se use el teorema de Pitágoras. Las ideas algorítmicas básicas, que hoy en día muchos están patentando, son tan fundamentales que las consecuencias amenazan con ser equiparables a las que se tendría al permitir que los autores patentaran individualmente palabras y conceptos. Los novelistas y columnistas no podrían escribir historias excepto en los casos en que las editoriales fueran autorizadas por los propietarios de las palabras. Los algoritmos son tan básicos para el software como lo son las palabras para los escritores: son las piezas fundamentales que se necesitan para armar productos interesantes.” [9]

Hacia un mundo de software libre y libre acceso al conocimiento

El software es la técnica cultural de la era digital. En un principio, todo el software era libre y los científicos y hackers compartían su código basados en el principio de la libre circulación de conocimiento de las academias y universidades. Pero pronto el mundo de los negocios comenzó a avanzar sobre esa cultura que conformó un movimiento de resistencia. 20 años han pasado desde que Richard Stallman dejó su puesto en el MIT para iniciar la aventura de conservar el software libre y mantener con vida los principios de su comunidad. El mundo ha cambiado en dos décadas y las luchas siguen intactas, pero las urgencias y peligros nos convocan una vez más a la acción.

Hay dos ejes clave en estas discusiones: el acceso a conocimiento por un lado y el derecho a conocer y exigir transparencia en los marcos regulatorios por el otro.

Comencemos por la cuestión de las regulaciones a partir de código: en un mundo cada vez más automatizado, cada día habrá más regulaciones de nuestros dichos y hechos a partir del software. Puede parecer una afirmación exagerada, pero alcanza despertar cada mañana y ver con cuántos mecanismos de automatización nos topamos a lo largo del día: computadoras personales, agendas electrónicas, puertas que se abren en forma automática, cajeros bancarios, bases de datos en nuestro trabajo, en hospitales, en nuestro gobierno, iniciativas de educación mediadas por computadoras, iniciativas de voto electrónico y tantas otras más. Y últimamente, incluso chips para ser incorporados al cuerpo humano y contener información sobre cada persona. La tecnología ingresa en nuestra vida y ahora en nuestros cuerpos de manera implacable.

Tras todas estas iniciativas y puestas en práctica, existe el software: un lenguaje performativo, imperativo que poco a poco gobierna y administra nuestras interacciones tecnológicas cotidianas.

Como suele decir el abogado Lawrence Lessig, el “código es la ley” [10] esto implica que cada vez más, serán las máquinas las que “decidan” a partir de las instrucciones redactadas en su código, qué es lo que las personas podemos o no podemos hacer o decir.

Las regulaciones a partir de código son inapelables, por eso es imprescindible luchar contra toda forma de control del conocimiento basado en software y hardware tales como TCG (Trusted Computer Group) una alianza de empresas que impulsa un “ordenador fiable” para la industria (capaz de decidir qué ejecuta y qué no, independientemente de lo que desee su dueño). Iniciativas estas tendientes a conservar el negocio de las industrias culturales montadas sobre los esquemas vigentes del derecho intelectual, poniendo en jaque el bien público y los derechos ciudadanos.

El código cada día más se nos impone como ley “no negociable” (nadie puede tratar de convencer a un cajero automático de que le entregue dinero si el cajero lo niega, el código, basado en determinadas variables entrega o no el dinero, y allí no hay emergencia, diálogo o negociación posible). Nadie puede ejecutar en su computadora algo que el software no permita que se ejecute: el software y quien lo haya escrito mandan.

Saber quién escribe ese código y cómo está escrito es crucial en términos de libertad y derechos ciudadanos. Para una Nación, se trata ni más ni menos que de una cuestión de soberanía.

Imaginemos un mundo en el cual el código sea el que nos permita entrar o salir a nuestro trabajo, votar nuestros representantes en el gobierno, pagar nuestros impuestos, estudiar, dar exámenes, recibir atención médica sanitaria, expresarnos, opinar”Š etc, etc, etc. ¿Quién tiene la capacidad de administrar ese código? ¿Quién lo escribe? ¿Quién monopoliza el conocimiento sobre él? ¿Quién aplica las regulaciones en última instancia? No es solo una cuestión de ciencia y técnica sino, y en definitiva, una cuestión política.

Por eso, la lucha por el software libre cobra especial vigor a medida que se informatiza más el planeta. Una informatización basada en software privativo es una declaración de dependencia a un ente centralizado y ajeno (una corporación o un país o lo que fuera) y en consecuencia una concentración atroz de poder en pocas manos. Como dice el propio Lessig, “si el código es quien crea la ley, entonces debe adaptarse a los principios de una forma concreta de crear leyes. El núcleo de dichos principios es la transparencia”. Sólo un código escrutable es transparente en estos términos.

El modelo de software libre es el único que puede garantizar esa transparencia, independencia y soberanía, porque es el único que permite el libre acceso a la información estratégica contenida en los programas de ordenador.

Veamos la cuestión del acceso al conocimiento: Las formas de distribución y construcción cooperativa de conocimiento en la red están cambiando la dinámica del conocimiento mundial. Como nunca, Internet ofrece la posibilidad de multiplicar, reproducir, divulgar conocimiento de maneras jamás vistas por la humanidad hasta el momento. Por eso, el paradigma del “acceso abierto” aparece como la forma apropiada de cumplir con objetivos de diseminación de conocimiento y distribución de cultura para poner a disposición del mundo entero, de forma abierta y transparente, las obras del trabajo científico, técnico y cultural de la humanidad.

La Declaración de Berlín sobre Acceso Abierto [11] parece ser un ejemplo importante de este nuevo paradigma que se hace posible a partir de la arquitectura técnica de la red. Además, las formas jurídicas creadas a partir de iniciativas como Creative Commons o los términos de licenciamiento de software libre abren un amplio abanico de alternativas legales por los cuales los autores e innovadores pueden optar para liberar, distribuir y establecer sus propias condiciones sobre sus obras [12].

En definitiva, el software libre, un mundo libre de patentes de software, y la posibilidad y el derecho a divulgar y recrear libremente conocimiento en la red, son las puertas de salida a las encrucijadas del mundo digital: avanzar hacia un mundo de comunicaciones, libre circulación, riqueza y abundancia de conocimiento como jamás ha visto la humanidad, o desembocar en un mundo minado de controles sobre el conocimiento y oscurantismo sobre las regulaciones, donde solo unos pocos mantengan monopolios que garanticen fortunas a costa de la dependencia económica, científica y técnica de la gran mayoría de la población mundial.

El conocimiento y la educación forman parte esencial de nuestro marco de derechos. Ninguna industria ni tratados comerciales deben avasallar eso.

Referencias

[1] Ponencia para el panel de: Protección VS soberanía: el cuestionamiento de la Propiedad Intelectual desde tres abordajes: biotecnología roja, biotecnología verde y acceso a información. Conferencia sobre Biopolítica 2004 Ciudad de México, Octubre 22-23 Privatización de la Naturaleza y del Conocimiento. Bajo el signo BIOS: tecnología, ética, diversidad y derechos. Organizado por la Fundación Heinrich Boell.

[2] Artículo 27 ”ï¿œ Declaración Universal de los Derechos Humanos.

[3] El poder de la economía mundial. Jacques Chonchol

[4] Declaración de Ginebra sobre el Futuro de la OMPI

[5] Hacia una Organización Mundial de la Riqueza Intelectual

[6] http://usinfo.state.gov/journals/ites/0598/ijes/ipr10.htm

[7] http://www.fsf.org/philosophy/free-sw.es.html

[8] http://www.fsf.org/philosophy/categories.es.html#ProprietarySoftware

[9] http://bachue.com/colibri/patentes/knuth-pto/knuth-pto.es.txt

[10] El Codigo. Lawrence Lessig, Taurus es digital, 1999, ISBN 8430604286 http://www.lessig.org

[11] http://www.geotropico.org/Berlin-I-2.pdf

[12] ver www.creativecommong.org y http://www.fsf.org/licenses/licenses.es.html

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