¿Podemos rescatar a la OMPI?

En 2004, Brasil y Argentina lograron que la Organización Mundial de Propiedad Intelectual (OMPI) aceptara su propuesta de establecer un programa que atendiera las necesidades de desarrollo de los países menos industrializados. Luego de tres años de deliberaciones, OMPI finalmente adoptó el “Programa de la OMPI para el desarrollo” en 2007. El programa establece 45 recomendaciones, laboriosamente negociadas entre los estados miembros, que OMPI debe tener en cuenta en el desempeño de sus funciones.

La adopción de este programa ya ha causado algunos cambios, al menos en lo que a comunicación se refiere. Esto se puede ver contrastando los mensajes del director de OMPI para el “Día Mundial de la Propiedad Intelectual” del año 2008 al 2009: mientras que el primero afirma tajantemente que la innovación y la producción de obras serían imposibles sin “propiedad intelectual”, y aboga por su protección a rajatabla, el segundo se limita a recalcar que “un sistema equilibrado de propiedad intelectual puede contribuir a estimular” ambas tareas.

Este cambio de discurso provoca tanta expectativa entre aquellos que piensan que la forma actual de los derechos de autor y las patentes son exagerados, como rechazo entre los que adhieren a la línea de pensamiento reflejada en el mensaje de OMPI en 2008. Mientras los primeros comienzan a ver a OMPI como una tribuna que se abre a nuevas ideas, los últimos, con EEUU, Europa y Japón a la cabeza, están abandonándola preventivamente, buscando perseguir sus fines a través de la Organización Mundial de Comercio o tratados bilaterales. Ambas reacciones son exageradas: OMPI puede hacer cambios cosméticos a su discurso, pero hay razones estructurales por las que no puede cambiar su manera de actuar, que es lo que cuenta.

Uno de los problemas que hacen imposible un cambio serio en OMPI es su propia misión, fijada en el convenio que la creó en 1967. Si bien en el preámbulo queda claro que el interés de las partes firmantes al crear la organización es “estimular la actividad creadora,” tanto los fines como las funciones fijadas por el convenio sólo le permiten actuar en un sentido: fomentar la “protección de la propiedad intelectual”, no reflexionar sobre ella, o abogar en ningún caso por su reducción.

Otros podemos cuestionar los beneficios de ese concepto, objetar su nombre o su misma existencia, pero no OMPI: su propio documento fundacional se lo prohíbe. Aunque el mundo entero llegara a un consenso de que es necesario eliminar o al menos reducir los alcances del derecho de autor y de las patentes, OMPI no puede prestar atención a ese consenso sin una enmienda profunda de su propio documento fundacional. Es como si, más o menos por la misma época y con el fin de disminuir la cantidad de víctimas de incendios, no hubiéramos puesto en marcha una “Organización Mundial de Prevencioón de Incendios” sino una “Organización Mundial de Promoción del Asbesto”, cuya única tarea fuera promover el uso de esa peligrosa (aunque no inflamable) sustancia en la construcción de edificios.

Por cierto, esto no sería un obstáculo insalvable: un nuevo consenso internacional podría llevar a que OMPI cambiara su misión, pero aquí nos encontramos con el segundo, y seguramente más grave de los problemas: hace mucho que los patrones de OMPI dejaron de ser los estados miembros. Mientras que la mayoría de las organizaciones de las Naciones Unidas se quejan de crónicas deficiencias presupuestarias, OMPI es una notable excepción. Esto se debe a que, tal como OMPI señala en su página de preguntas frecuentes, más del 90% de sus 300 millones de francos suizos de ingresos anuales proviene de “servicios de registro internacional y de presentación de solicitudes, que presta a un gran número de usuarios”. En otras palabras: los países miembros aportan menos del 10% del dinero que mantiene a OMPI, el resto proviene del bolsillo de sus “usuarios:” la industria.

En este contexto es más comprensible lo que ocurrió el pasado julio en la “Conferencia sobre Propiedad Intelectual y Cuestiones de Política Pública”. El evento, inspirado por el Programa de Desarrollo y la creciente crítica internacional a los sistemas de copyright y patentes, estaba destinado a explorar los conflictos entre estos regímenes y el bien público. Si bien las autoridades de OMPI hicieron gala de su flamante y equilibrado discurso, la conferencias consistieron mayormente de un desfile de representantes de las grandes industrias defendiendo sus privilegios y negando cualquier posibilidad de que pudieran tener consecuencia negativa alguna.

El Programa de Desarrollo de OMPI no alcanza para reformar a una organización cuya misión e intereses están alineados con los objetivos, y no los de la sociedad. La presión de la opinión pública puede forzarla a cuidar su discurso, y a revisar algunas prácticas, pero no a cambiar su esencia. OMPI tiene un producto para vender, y no es creatividad, sino privilegios. Sin privilegios para otorgar, pierde su razón de ser.

Archivo