Acuerdo UBA-CADRA: un caso de abuso del sistema de propiedad intelectual

Este artículo fue publicado en el portal Plaza de Mayo el lunes 17 de junio de 2013.

El Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires debe decidir, en estos días, sobre la posible renovación del acuerdo de licencias de fotocopiado rubricado en 2009 con el Centro de Administración de Derechos Reprográficos, CADRA, una asociación civil sin fines de lucro que se presenta como entidad de gestión colectiva de autores y editores. No es un acuerdo menor. Se trata de un convenio que implica la erogación de cuantiosos fondos del presupuesto de la Universidad Pública a favor de una entidad privada a fin de resolver un problema estructural de nuestro mundo académico: las dificultades en el acceso a los materiales utilizados en las carreras de grado y posgrado.

Analicemos detenidamente el acuerdo en cuestión. CADRA se autodefine como una entidad de gestión colectiva de derechos de autores y editores, sin embargo, no figura en la nómina de entidades de gestión colectiva reconocidas por ley o por decreto del Poder Ejecutivo Nacional en el sitio de la Dirección Nacional de Derechos de Autor. Esto es así, porque CADRA carece de esta entidad y en consecuencia, carece también de los mecanismos de auditoría legal que estas entidades deben cumplir. CADRA no es otra cosa que una Asociación Civil que no puede representar a nadie más que a sus propios asociados, y por tanto, no está en condiciones de firmar un acuerdo de licencia general con la UBA ni con ninguna otra de las Universidades con las que busca avanzar en este tipo de acuerdo.

La firma del acuerdo con CADRA no garantiza que otros editores y autores ajenos a esa organización inicien las acciones legales por la supuesta violación a la propiedad intelectual en la que se incurriría en las universidades públicas. Esta amenaza, único argumento de peso de CADRA para presionar a las instituciones educativas y bibliotecas, no termina con la firma de este acuerdo.

A la debilidad institucional del argumento, vale sumar la debilidad en términos de lo que significan los derechos percibidos por el Centro de Derechos Reprográficos. En un excelente análisis realizado tras la firma de este mismo acuerdo en 2009, Federico Reggiani, bibliotecario documentalista graduado de la Universidad Nacional de la Plata, describió con lujo de detalle los destinos de los fondos erogados de la Universidad Pública destinados a CADRA y demostró con cifras incuestionables la inutilidad del cobro de estos supuestos derechos y el nulo impacto que estos tienen en la promoción de autores y editores.

El reglamento de distribución publicado en el sitio de CADRA da cuenta de este sinsentido. El 30% de lo recaudado se destina a gastos administrativos, el 15% pasa a un fondo de reserva y reclamos, un 10% se destina a derechos de obras extranjeras. El saldo restante pasa al fondo de distribución que tiene el siguiente formato: un 10% se distribuye por igual entre los socios de esta asociación civil, dividido por mitades entre autores y editores. El resto, denominado “fondo de distribución individual” se reparte entre los títulos que integran el repertorio de Cadra que hayan sido publicados, reeditados o reimpresos en los últimos cinco años. Todo esto podría hasta sonar lógico si no fuera porque, según el cálculo del propio Reggiani, CADRA cobraría $24.000.- en concepto de gastos administrativos para distribuir $0,63 por título supuestamente fotocopiado. Un autor prolífico, con cinco libros editados en los últimos cinco años cobraría entonces la friolera de $1,60 al año para él y otro tanto para su editor. Estos cálculos fueron hechos sobre la base del acuerdo firmado en 2009.

Estas cifras demuestran que el modelo propuesto por CADRA es ineficiente y no sirve sino para financiar una burocracia que se alimenta a si misma, pero que poco deriva en la promoción del libro y la lectura, tarea que si se realiza, y de manera sistemática y destacada en las casas de altos estudios de nuestro país. Son las propias universidades las que destinan fondos y presupuesto para la producción académica y la posterior publicación de buena parte del acervo de materiales educativos disponibles en Argentina. Por lo tanto, suena cuanto menos descabellado, que la UBA destine fondos de su limitado presupuesto a una ONG bajo estas condiciones.

Los números actuales son aún más elocuentes: la propia información publicada por CADRA en su sitio web ubica los montos de las licencias para Universidades y otros establecimientos educativos entre $22 y $42,50 por alumno (La UBA tiene una matrícula cercana a los 320 mil estudiantes). Según estas tarifas, la UBA debería pagar a esta ONG el total de $7.040.000 por año.

El otro argumento repetido hasta el cansancio en contratapas y solapas, es que “la fotocopia mata el libro”. Sabido es que los estudiantes de grado y posgrado dependen en gran medida de las fotocopias para cursar sus estudios, y esto ha sido así desde hace años. Sin embargo, los propios números publicados por la industria editorial dan cuenta de que la industria del libro ha crecido en diversidad de títulos en los últimos años, desmintiendo la afirmación de que a más fotocopias menos libros.

Se preguntarán ahora cómo resolver entonces el supuesto problema de la infracción de los derechos de propiedad intelectual con fines educativos. La respuesta es mucho más sencilla de lo que muchos creen, pero la firma de este tipo de acuerdos no hace más que obturar el camino hacia una solución definitiva.

En el contexto internacional de la regulación de propiedad intelectual, en particular, en el marco de los tratados internacionales que Argentina se ha comprometido a cumplir en la materia, existen varias flexibilidades que podríamos utilizar a favor del acceso al conocimiento y el derecho a la educación. Buena parte de los países desarrollados, de hecho, hacen uso de estas flexibilidades.

Tanto la Universidad de Buenos Aires, como el resto de las casas de altos estudios de nuestro país, tienen la responsabilidad inalienable de sumarse al debate sobre las condiciones de producción y distribución de conocimiento producido en sus cláustros y reclamar de una buena vez la incorporación de flexibilidades a favor de las bibliotecas y el mundo académico. La Ley 11723 de propiedad intelectual en Argentina cuenta con magras flexibilidades a favor del sistema educativo. Esa es la discusión de fondo que la firma de este acuerdo con CADRA no permite resolver.

En tanto las Universidades Públicas, los legisladores y la sociedad toda no abran esta discusión sobre el derecho a la educación y la urgente necesidad de flexibilizar el sistema de propiedad intelectual, acuerdos bochornosos como el que la UBA ha sostenido con CADRA desde 2009 seguirán en pie, erogando fondos de nuestras universidades sin que esto implique ninguna mejora sustancial en la producción y acceso a los materiales con los que muchos estudiamos y enseñamos.

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