Enseñar ahora es delito

Las editoriales y los sellos discográficos no se cansan de repetir, a quien tenga la mala fortuna de escucharlos, la historia de su importante tarea en pos de la difusión de la cultura. Afirman, sin reirse ni siquiera un poquito, que sin ellos no habría música, ni novelas, ni poesía, que para mantener esa actividad necesitan un copyright cada vez más fuerte y largo, que a menos que se acabe el intercambio de archivos, en cinco años ya no habrá canciones ni películas que intercambiar.

Las palabras son baratas, dicen los sajones, y por eso conviene observar más atentamente lo que alguien hace que lo que dice. En el caso de las editoriales, el episodio alrededor de Horacio Potel no hace más que confirmar que la difusión de la cultura no sólo les importa un bledo, sino que están dispuestos a hacer pagar con la cárcel a aquellas personas que tienen la impertinencia de preocuparse por ella.

Veamos los hechos: en América Latina, los textos de filosofía son prácticamente inaccesibles. No sólo son caros: simplemente no hay. Algunas bibliotecas tienen unos pocos ejemplares, pero nunca suficientes como para satisfacer la necesidad de los estudiantes. Las librerías no los tienen, porque las editoriales apenas destinan, si lo hacen, algunos ejemplares a nuestras tierras. Es comprensible: a diferencia de los autores, no son filósofos, sino gente de negocios, y nosotros somos pobres. Los precios que pueden pedir por los libros en otros mercados son inalcanzables para la inmensa mayoría de los estudiantes, e incluso de las instituciones educativas del continente, así que no es raro que el mercado latinoamericano esté desprovisto.

El que la situación sea comprensible no quiere decir que sea aceptable. En particular, es insoportable para quienes enseñan filosofía. Uno de ellos, un profesor de la Universidad de Lanús llamado Horacio Potel, decidió hacer algo al respecto: comenzó a coleccionar textos en Castellano primero de Nietzsche, luego de Heidegger y de Derrida, y los puso al alcance de sus estudiantes a través de Internet. En pocos años, sus colecciones crecieron no sólo en volumen, sino en beneficiarios: miles de estudiantes de filosofía de habla hispana las consultaban a diario, logrando así una difusión sin precedentes de estas obras: no sólo podían acceder a ellas ahora personas que no podían conseguirlas, sino también personas que no podrían leerlas aún si las tuvieran en sus manos: ciegos y discapacitados de distintos tipos tenían ahora a su alcance maleables textos digitales que podían ser adaptados a sus necesidades.

La reacción de la industria editorial frente al trabajo de Potel tiene todos los visos de extremismo y sociopatía que caracterizan a sus primas, la industria discográfica y la cinematográfica: iniciar una denuncia penal contra una persona que, sin fines de lucro, cumplía con una labor de divulgación de la cultura que la industria misma no estaba dispuesta a cumplir. En su visión, si las editoriales deciden no poner los textos al alcance de ciertas personas (las que vivan en determinado lugar, las que no dispongan de cierta suma de dinero), el que alguien use otros medios para satisfacer esa necesidad constituye un acto criminal. Como primera consecuencia de esta denuncia, hoy los sitios de Derrida y Heidegger en Castellano están vacíos de contenido (la denuncia original objetaba los tres sitios, hasta que alguien tuvo el buen tino de recordarle a los denunciantes que los derechos de autor de Nietzsche vencieron hace décadas). Afortunadamente almas bondadosas se tomaron el trabajo de duplicarlos en otros servidores.

No sólo es lamentable que la Cámara Argentina del Libro haya reaccionado de tal modo, también lo es que el sistema judicial argentino se ponga a su servicio. Con una celeridad atípica para nuestros fueros, el juez Pablo Raúl Ormaechea, subrogante del Juzgado Nacional en lo Criminal de Instrucción Nº 37, quien seguramente tiene criminales verdaderos que perseguir, delincuentes de esos que roban, estafan, hieren o matan, decidió seguir adelante con la causa penal contra Potel, por una acción que emprendió sin fines de lucro, en beneficio de sus estudiantes y de miles de otros en América Latina.

A la Cámara Argentina del Libro: ya está. Ya hemos entendido que su avaricia no tiene medida, que están dispuestos a cualquier cosa con tal de conservar sus privilegios, y que no están dispuestos a aceptar ninguna responsabilidad a cambio. Nos queda claro, y confiamos en que, tarde o temprano, la sociedad será lo suficientemente sabia como para quitarse de encima la carga inútil que ustedes representan. Mientras tanto, dejen a Horacio en paz, de una vez. Él no tiene la culpa de sus desventuras. Si quieren encontrar al culpable de que nadie quiera comprar sus productos, no busquen afuera: mírense al espejo.

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