Voto electrónico: ¿un remedio peor que la enfermedad?

Este artículo fue publicado en la sección Tecnología de Infobae Profesional el 3 de noviembre de 2007.

F. Heinz, de la Fundación Vía Libre, advierte que la adopción de sistemas informáticos en el acto mismo de emisión de voto crea problemas nuevos.

Está convirtiéndose ya en lugar común que algunos candidatos, organizaciones y medios de comunicación se escandalicen de que en la Argentina no se implemente el llamado “voto electrónico.” Para aclarar los términos, observemos que no estamos hablando meramente del recuento de votos usando computadoras, cosa que en la Argentina se hace ya desde hace tiempo, sino de informatizar el acto mismo de emisión del voto.

No es raro leer afirmaciones del tenor de “el voto electrónico mejora la transparencia de las elecciones”, “la tecnología acota las posibilidades de fraude”, o “las urnas electrónicas dificultan el clientelismo político.” Ante la mención de los problemas de seguridad inherentes a las urnas electrónicas, algunos preguntan por qué no habríamos de confiar en ellas, siendo que confiamos en cajeros automáticos para realizar transacciones que involucran grandes sumas de dinero.

Ojalá las supuestas virtudes de las urnas electrónicas fueran ciertas, porque así tendríamos una manera relativamente sencilla de resolver problemas serios. Lamentablemente no lo son y, lejos de aportar a la solución, crean numerosos problemas nuevos.

La aseveración de que el voto electrónico contribuye a la transparencia es difícil de justificar de cara a las últimas dos elecciones en los Estados Unidos, cuyos resultados aún hoy están en duda. Lejos de aportar confianza al proceso, las urnas electrónicas son, precisamente, las principales sospechosas como instrumento de fraude. Esto es completamente lógico: no se gana transparencia agregándole al proceso una “caja negra”.

El sistema electoral actual tiene muchos defectos, pero es difícil pensar en uno que sea comprensible por más personas. Cualquier persona que sepa leer, escribir y sumar está en condiciones de fiscalizar una elección con boletas de papel y urna de cartón. Para fiscalizar una elección realizada con urnas electrónicas, en cambio, no sólo hacen falta miles de especialistas en seguridad informática diseminados uniformemente en toda la República, sino que además debemos preguntarnos si es razonable que, como sociedad, estemos obligados a confiar en el dictamen de una elite tecnológica.

La idea de que el voto electrónico reduce las posibilidades de fraude es popular, pero no por ello menos equivocada. El consenso entre los investigadores en seguridad informática es que las urnas electrónicas son inherentemente inseguras, y hacen posibles nuevos modos de fraude a gran escala y bajo costo.

Esto no se trata de una mera preocupación académica: recientemente, el estado de California decidió someter las urnas electrónicas que se usaron en las últimas dos elecciones a una auditoría de seguridad por parte de varias universidades. Esta auditoría dio como resultado que California revocara la certificación de todas sus urnas electrónicas debido a las serias vulnerabilidades de seguridad física y lógica que encontraron.

El asunto es tan grave que un reporte del Instituto Nacional de Estándares y Tecnología de EEUU (NIST) afirma que “NIST no sabe cómo escribir requisitos verificables para hacer urnas electrónicas seguras, y la recomendación de NIST al Subcomité de Transparencia y Seguridad es que, en la práctica, las urnas electrónicas no pueden ser seguras.”

También carece de fundamento la idea de que el voto electrónico reduce el clientelismo político. Una de las más festejadas características de las urnas electrónicas es que eliminan la posibilidad del “voto cadena.” Esto puede ser cierto, pero recordemos que el voto cadena no es más que una manera de asegurarse de que los votos comprados efectivamente van al candidato que los compró. Pero ¿qué pasa si existen maneras alternativas de averiguar por quién vota cada uno? ¡El voto cadena pasa a ser innecesario!

Esto es, precisamente, lo que pasa con algunos sistemas de voto electrónico. Recientemente, investigadores de seguridad del estado de Ohio descubrieron que las urnas usadas allí y en otros estados recaban y publican información que permite reconstruir por quién votó cada ciudadano. El año pasado, en Holanda, otros investigadores descubrieron que era posible descubrir por quién votaba una persona desde varios centenares de metros de distancia, analizando la radiación electromagnética emitida por el dispositivo.

La comparación de las urnas electrónicas con los cajeros automáticos no tiene en cuenta un aspecto fundamental: los bancos y los clientes no confían en los cajeros en sí, sino en la auditabilidad de los procesos. A diferencia del voto, las operaciones bancarias no son anónimas, están sometidas a auditorías muy estrictas que involucran a muchas personas, y proveen a los usuarios de comprobantes con todos los detalles de la operación.

Si prescindiéramos del requerimiento de voto secreto, sería perfectamente factible diseñar mecanismos de auditoría similares a los de los cajeros, mediante los cuales los mismos votantes podrían verificar que su voto fue contado de manera correcta. El secreto del voto, sin embargo, es demasiado importante en nuestra sociedad como para dejarlo de lado.

Hay algo en lo que probablemente todos estemos de acuerdo: nuestros sistemas electorales tienen fallas, y necesitan reformas para representar mejor la voluntad ciudadana. El caso de Córdoba, por ejemplo, muestra claramente la necesidad de generalizar el ballotage en todas las elecciones. Las recientes elecciones nacionales señalan los peligros asociados con el actual sistema de boletas separadas para cada partido. Pero estamos cometiendo un error si miramos a la computadora como proveedora de soluciones a estos problemas. Haríamos mucho mejor en mirarnos entre nosotros.

Federico Heinz es presidente de la Fundación Vía Libre CC-by Federico Heinz

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