El garfio de las empresas sobre el derecho a la cultura

El bloqueo de la CNC al sitio The Pirate Bay es una muestra de la tensión entre los intereses de las empresas y el ejercicio del derecho de acceso a la cultura de usuarios y artistas.

Por Ezequiel Acuña y Evelin Heidel.

Nota publicada originalmente en Notas.

El lunes 30 de junio, la Comisión Nacional de Comunicaciones ordenó a los proveedores de internet del país que bloquearan el acceso a la biblioteca de torrent The Pirate Bay (TPB) por indicación del juez Gastón Matías Polo Olivera. La orden judicial responde a las acciones iniciadas por la Cámara Argentina de Productores de Fonogramas (CAPIF), EMI, Warner, Universal y la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música (SADAIC). El fallo del Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Civil N°64 tiene efectos lamentables sobre la cultura. Además de todos los errores técnicos en los que incurre, el principal problema son sus conclusiones. El fallo sostiene que el intercambio de archivos torrent infringe la ley 11.723 de Propiedad Intelectual y que esto necesariamente comprende un perjuicio para los autores y una lesión a la cultura y a la creatividad.

Hay que jubilar la 11723

La ley 11.723 fue aprobada en 1933 cuando ni la mitad de las facilidades técnicas de reproducción que tenemos hoy eran imaginables. La forma de circulación de la cultura en la actualidad es ciertamente diferente de aquella de principios del siglo XX, en la que poder reproducir era una ventaja de pocos. Es decir que, en el contexto actual, resulta contraproducente aplicar la ley 11723 si lo que se quiere es fomentar la creatividad y el desarrollo de la cultura. La ley es tan desproporcionada y anacrónica que probablemente la mitad de la población argentina con acceso a una computadora viola el derecho de autor: alcanza con realizar una copia privada de un CD legalmente adquirido para escuchar en teléfonos celulares o digitalizar un libro que hemos pagado para cargarlo en un lector electrónico.

Más aún, la infracción a la 11.723, en este contexto, difícilmente pueda considerarse perjudicial para los artistas, o lesivo para la creatividad y la cultura. En primer lugar, porque nadie puede demostrar que hay menos cultura que antes por el intercambio de archivos. Más bien, todo lo contrario: hay cada vez más producción de bienes culturales, porque las personas tienen mayor acceso a los medios para crearlos y compartirlos. Por otra parte, los autores también son usuarios de estos sitios: bloquear a los artistas el acceso a los bienes culturales que les sirven de formación es una medida mucho más lesiva para la creatividad y el florecimiento de la cultura que las eventuales pérdidas monetarias de las compañías discográficas. Sabemos que un artista se forma en el consumo de cultura, nadie podría sostener que se trata de un genio que crea de la nada.

De hecho, está bastante claro que la piratería es beneficiosa para los músicos y la industria discográfica no. Hoy, la ley 11723 se ha convertido en un arma de las empresas que lucran con la propiedad intelectual.

Compartir no es robar

El fallo contra TPB sostiene que descargar mediante torrents es como entrar a una librería y llevarse los libros sin pagar. Pero los archivos torrent solo contienen información sobre la ubicación de diferentes piezas del archivo, no contienen el archivo en sí mismo. La función de TPB es reunir a todos estos torrent en un solo lugar: es decir, TPB funciona de la misma forma en que funciona el catálogo de una biblioteca. El resto es un intercambio entre pares, como el que podría darse en un club de lectura en el que se intercambian libros, solo que a mayor escala.

Con el argumento de que las empresas pierden dinero porque la gente comparte, deberían entonces cerrar las bibliotecas públicas, o prohibir que dos amigos intercambien físicamente discos de sus bandas preferidas. TPB no es más que una agenda, un par de direcciones, un número de teléfono: puede haber miles de agendas diferentes, lo importante es que haya gente que quiera compartir.

“Chunks” de información

La parte más contradictoria, torpe y tristemente hilarante del fallo es la descripción que hace de los archivos torrent y la consideración sobre la colisión entre la libertad de expresión y la medida peticionada. El juez Gastón Matías Polo Olivera dice conocer la Declaración Conjunta sobre Libertad de Expresión e Internet de los relatores sobre libertad de expresión de la ONU, en la cual se afirma que el bloqueo de sitios es una medida inefectiva, ineficaz y que comporta una censura. Sin embargo, el juez disfraza su medida de censura argumentando que el sistema P2P “es un tráfico desordenado de fragmentos o chunks diseminados en el ‘enjambre’ de usuarios”, y que por otro lado “en Internet […] se intercambia información mediante diarios, revistas, blogs, comentarios de foros, etc.”, pero que “encumbrar al rango de información al régimen de intercambio de bytes del P2P, con su tráfico de chunks […] es denigrar uno de los más grandes logros del hombre libre”. Lo que el juez parece no entender es que el “intercambio de información mediante diarios en Internet” no es otra cosa más que intercambio de bytes. En Internet no hay nada que no sea intercambio de bytes, porque ese es el principio sobre el cual descansa su funcionamiento. Es decir, confunde el medio con el mensaje.

Por otra parte, el juez nada dice sobre un derecho claramente superior al derecho de autor: el derecho de acceso a la cultura, reconocido en la Constitución Nacional (art. 75, incisos 19 y 22) y en diversos pactos internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), en su artículo 15. Y recientemente citado en el fallo por la herencia de Roberto Fontanarrosa, en el cual se concluyó que el derecho de acceso a los bienes culturales está por encima de las disputas patrimoniales de los herederos.

El derecho a disfrutar de la cultura

En una vuelta de cartas, un juez decide censurar un sitio que, por poner en línea un catálogo gigante, permite que la gente pueda intercambiar obras que incluso no están protegidas por el derecho de autor. Así, se ve bloqueado el acceso a obras de Shakespeare, a películas como Metrópolis de Fritz Lang, a discos liberados como In Rainbows de Radiohead, a software libre. En esa jugada, el juez decide cercenar uno de los derechos humanos más importantes de los que se conocen como derechos de tercera generación: el derecho de acceder a la cultura.

Lo que demuestra este fallo es que no importa cuántos proxies se levanten entre hoy y mañana. O de qué forma TPB va a saltar el bloqueo. O cuántos espacios nuevos se abran en Internet para compartir. Una vez más, lo que está en disputa es el derecho de las personas a disfrutar de la cultura, atacado por los derechos corporativos de cercenar el acceso a la cultura, de decirnos qué tenemos que comprar, cómo tenemos que leer y cómo tenemos que comprar lo que ellos quieren vendernos.

Frente a eso, hay que insistir: lo que importa no son las computadoras, son las personas que quieren compartir en las dos puntas del cable. Y los derechos de esas personas.

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